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Miedo a la libertad
Tribuna
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La vuelta al mundo en siete reformas

El experimento mexicano sirve para reflexionar sobre los límites y alcances de la actuación política

En política moderna, la capacidad de ponerse de acuerdo es, en sí misma, una novedad. Cuando Enrique Peña Nieto estampó su firma y entraron en vigor las leyes complementarias de la reforma energética, México puso fin a dos situaciones: la primera, a 30 años de la plañidera y lastimosa canción de los partidos respecto a que había que hacer reformas que nadie tenía el valor de consensuar y hacer. La segunda, a no saber quién pagará las consecuencias políticas y sociales de haber logrado ponerse de acuerdo en estos tiempos tan turbulentos y cambiar la estructura temporal y las reglas del juego del país.

El siglo XX fue el siglo de las grandes revoluciones. México se forjó en una de ellas. Ahora, entra en otra fase, en la era de las reformas, en un contexto de ocaso del marketing político que, como resultado de la fusión entre el desarrollo de las comunicaciones y el advenimiento de la época de la información, ha acabado por imponer una relación bipolar con la política.

No existe —hasta ahora—, mejor sistema que la democracia, nutrida de partidos y gobiernos cortoplacistas, a los que, al mismo tiempo que los elegimos, los anulamos, rechazamos o cuestionamos a las 48 horas de haber votado.

Si la revolución es tan general que ya no caben revoluciones parciales, si las reformas estructurales parecen insuficientes, el experimento mexicano sirve para reflexionar sobre los límites y alcances de la actuación política.

Después de 70 años de priismo y tras la llegada de la alternancia en 2000 y la no sustitución de mecanismos políticos de control por otros —clientelares y corporativistas—, se produjo un vacío de poder en el que los distintos presidentes claudicaron frente a los poderes económicos y los mediáticos, creando un caldo de cultivo que llevó a Peña Nieto al gobierno. Hasta 2012, el poder real no radicó en la presidencia, sino en los poderes fácticos. Baste recordar el revelador eslógan de una compañía: “Todo México es territorio Telcel”.

Las reformas logradas por Peña Nieto, con más ingredientes simbólicos que estructurales, como el caso de la reforma energética —que rompió con los tabúes cardenistas, como el Estado propietario o la firme defensa del patrimonio petrolero— plantearon, a corazón abierto, una gran pregunta: ¿Quién manda hoy en México?

El hecho de que el hombre más rico del mundo fuera mexicano y de poseer el principal consorcio televisivo en español, nos hizo convencernos de que el poder político estaba coaccionado, dominado y dirigido por los dueños de las telecomunicaciones y televisoras.

Por eso, desde que Peña Nieto llegó al Palacio Nacional, su principal desafío fue imponer límites a los poderes. En este contexto, se enmarca el conjunto de reformas que debe vencer dos resistencias fundamentales: la crisis actual de liderazgo mundial y el gatopardismo del espíritu mexicano.

Se abrió una ventana, y sólo por citar el Pacto por México, convocado por Peña, estamos ante una lección política, tras años de un Congreso dividido en el que la mayoría fue incapaz de hacer política.

El 11-S, el hundimiento de Lehman Brothers y la crisis económica dan todavía más valor a la capacidad de unir a distintos partidos en un programa de Estado que acabe con los problemas estructurales. Con independencia de cuál sea el final de las reformas, todo eso supone un hito de modernidad política desconocida hasta el momento.

No sé hasta qué punto la reforma de telecomunicaciones afecta y preocupa a los verdaderos dueños del espectro televisivo. En mi opinión, es un punto de partida que permite, como en el caso de la reforma energética, racionalizar y devolver el mando al lugar del que nunca debió salir. Es decir, a manos de los poderes elegidos democráticamente y no a las de aquellos que escogen a los que después respaldaremos o condenaremos con nuestros votos.

El camino de las reformas parece —en teoría— el único posible para cambiar la historia económica, política y social de los países, pero, simultáneamente, hay que ser consciente de que la explosión, la revolución de las comunicaciones y las crisis de los liderazgos, son las principales dificultades para que cuajen, sobre todo, porque el proceso reformador, a diferencia del revolucionario, exige un tiempo de maduración muy largo.

La primera etapa ya está cumplida. El presidente dijo que cambiaría el campo de juego y lo ha hecho. Pero ahora todo depende de la aplicación del reglamento y de la manera de jugar, es decir, en qué grado los árbitros o poderes públicos —lo que de verdad está por encima de la coyuntura política— establecen el sistema de anotación.

Mientras tanto, la gran pregunta no es si habrá más competencia en telecomunicaciones que, en teoría, puede haberla. Tampoco si se privatiza o no el petróleo, sino cómo se va a optimizar su explotación. Si Enrique Peña Nieto cambió la popularidad de las encuestas por reformas de fondo y a largo plazo, la gran pregunta a responder es: En México, ¿el poder real está en manos de…?

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