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Tribuna
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El mundial

El fútbol le da sentido a muchas cosas, pero es demasiado pensar que también pueda darle sentido a la historia y al poder.

Termina el mundial. Cuando esta nota sea leída, habrá un campeón. Pero está escrita deliberadamente antes, el jueves a (por, en) la mañana. Esto luego de dos semifinales increíbles, y aún bajo los efectos de la emoción y la ansiedad, con una buena dosis de sufrimiento, experimentada por todos aquellos que no podemos ser imparciales en esta historia.

La primera semifinal fue increíble por lo anómala. Alemania jugó como nunca, como en el más dulce de los sueños de cualquier fanático de su selección. Y Brasil jugó como nunca también, solo que como en la peor pesadilla imaginable por sus jugadores y su apasionado pueblo futbolístico. Un sueño alemán y una pesadilla brasileña explican esa diferencia de seis goles, no es una diferencia futbolística real. Brasil jamás podría jugar peor que esa tarde fatídica, un día sin lugar en el calendario, y Alemania nunca podría hacerlo mejor, un día en el que todo resultó tan fácil que debió haberlos asustado. El fútbol y sus accidentes, no sea cosa que se agranden como les pasa a los argentinos.

La segunda semifinal también fue extraordinaria, porque fue un juego de ajedrez y con tablas, solo resuelto en un final que ni el maestro Capablanca habría imaginado. Ello porque el equipo que no tenía defensa mostró el mejor juego defensivo que se vio en todo el torneo. Y porque a los que no somos imparciales nos abrumó la emoción de ver a un Javier Mascherano heroico y un Sergio Romero mucho más grande que su metro noventa y dos. Ha sido un rollercoaster, dirían los gringos.

El mundial termina y eso es bueno para que el mundo salga de esta burbuja. Para que los periódicos vuelvan a tener espacio para ocuparse de la fragmentación indefinida del estado venezolano, la masacre en Siria e Irak, la matanza en Gaza y la tragedia de los niños migrantes. Y para que dejar atrás el tribalismo globalizado al cual el mundial nos reduce nos permita regresar a una comunidad internacional más civil, o por lo menos más racional.

Es que el mundial nos ha saturado, nos ha hecho mirar demasiados partidos de fútbol todos juntos, y nos ha hecho leer, escuchar y hablar sobre ellos hasta el hartazgo, tanto en la prensa como en las redes sociales. Están los que hacen extrapolaciones históricas por medio del fútbol, que no son pocos, casi siempre basados en narrativas reduccionistas de la historia y crónicas pedestres del juego más lindo jamás inventado. Si un Alemania-Francia redefine Alsacia y Lorena, si los cinco goles de Holanda a España son en resarcimiento por las atrocidades del Duque de Alba, y ni que hablar si Argentina se cruzaba con Inglaterra y la trillada soberanía de las Malvinas.

No, no y no. Son todas rivalidades intensas, pero son futbolísticas: alguna final en un mundial anterior, una eliminación en el último minuto, la alergia acumulada en el tiempo por alguna camiseta rival. Nada más que eso, nada menos. El fútbol le da sentido a muchas cosas, pero es demasiado pensar que también pueda darle sentido a la historia y al poder.

Están, por el otro lado, aquellos que en base a los partidos de fútbol infieren la política contemporánea. Si Dilma es reelecta, o si poco menos que la tumba una insurrección popular. Si Cristina recupera la popularidad de otros tiempos o si el persistente desempleo le pegará aún más fuerte en la cara a Rajoy, a raíz de la temprana—y también inexplicable—eliminación y así en una serie de interminables parábolas discursivas.

Porque si bien a los gobiernos les importa el fútbol—y si le pueden sacar tajada por supuesto que lo harán—el día que termine el fútbol también termina toda capacidad de manipularlo. Ni Dilma caerá por el Mineirazo alemán, ni Cristina recuperará capacidad de gobernar, ni el mercado laboral español será peor por la derrota, ni habrá crisis en la casa de los Orange por tener una reina argentina. La buena noticia es que ya no estamos en el Berlín de 1936 ni en la Argentina de Videla en 1978. Por principio entonces, no juntemos el fútbol con la política, trivializando ambos en definitiva. Dejémosles esa especialidad a los tiranos que han sido los maestros de ese arte.

También están los que han tomado partido, no por pertenencia tribal sino por elección, y lo hacen por razones que poco tienen que ver con un simple sentido estético futbolístico y mucho con el prejuicio. A favor de Alemania, porque el equipo es disciplinado y organizado como su sociedad; en contra de Estados Unidos, por la política de inteligencia y violación de privacidad; y en contra de Argentina, por supuesto, ya sea porque su presidente disfruta causándole estragos al sistema financiero internacional y debe ser castigada en el Maracaná, o porque los argentinos son arrogantes—la perla que nunca falta—y por eso su selección merece ser derrotada. Una vez más, recordemos que es un campeonato mundial…de fútbol.

Y si al final uno logra ver el cuadro entero de esta historia, entre tanta irracionalidad colectiva se vislumbran unas pequeñas islas de cordura y sentido común: los propios futbolistas. Primero porque son menos tribales que los demás, como lo demuestran los argentinos que juegan por Italia, los brasileños que lo hacen por Portugal—y uno por España—y ni que hablar de los equipos belga y holandés, plagados de “extranjeros”. No hay más que reparar en el momento en que se alinean los rivales antes de salir al campo de juego. Allí se ven sonrisas, afecto, abrazos y bromas mutuas. Los que han jugado este mágico juego se identifican con esa imagen.

Es que, claro, además los jugadores son un cartel de monopolistas que hoy son rivales y en una semana vuelven a ser compañeros de equipo y además son amigos. Y eso es lo bueno, entre tanta locura. La cordura de Messi, deseándole una pronta recuperación a Neymar, y la retribución de Neymar, entre llantos por su derrota, afirmando que su amigo Messi es el mejor y merece ser campeón mundial. Si lo dice la estrella del fútbol brasileño.

Twitter @hectorschamis

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