Fronteras invisibles
La fallida reforma migratoria es el ejemplo lacerante, sangriento, dañino y definitorio del futuro político de la América que no habla inglés
Estados Unidos, una nación de migrantes, acaba de celebrar el aniversario de su independencia, pero hay otros, los latinos que, junto a los afroamericanos, dieron la victoria a Barack Obama en sus dos mandatos consecutivos con poco que celebrar, después de que la reforma migratoria, uno de los proyectos estrella de su Administración, parezca condenada a dormir el sueño de los justos. El propio presidente acaba de anunciar acciones ejecutivas contra la obstrucción republicana en este campo y hasta The New York Times le ha pedido que haga algo para no dejar a 11 millones de personas en un limbo legal.
Pero si por algo se caracteriza Obama es por haber invertido su prestigio en proyectos que no ha concretado. En la historia de Estados Unidos, resulta difícil encontrar a un presidente más anhelado, más deseado y mejor intencionado y, a la vez, más incompetente a la hora de desarrollar sus programas.
Casi coincidiendo con estos intentos por salvar la reforma migratoria, un reciente sondeo reveló que un 33% de la población percibe al líder demócrata como el peor de los últimos 70 años. Demasiados años, demasiadas espaldas contra espaldas y demasiados Tea Partys han hecho de sus gobiernos una sucesión de buenas intenciones que han terminado con el “no pudo ser, no me dejaron, no supe ser”. Nunca entendió que la política es el arte de pactar.
Esta reforma fallida es el ejemplo lacerante, sangriento, dañino y definitorio del futuro político de la América que no habla inglés. No ha sido el único en fracasar en este asunto. Antes de él, Bill Clinton y George W. Bush lo intentaron. La única diferencia es que Obama fue presidente gracias a los votos latinos, en mayor porcentaje que los otros dos.
Sabemos que, después del 11-S, Estados Unidos dirigió todos sus esfuerzos a las guerras derivadas de ese ataque para salir, una vez más, al encuentro de su propia libertad. Primero, buscó la justicia duradera y luego la preventiva con la invasión de Irak, que al final dejó solos a muchos de sus protagonistas. Esto explica fenómenos políticos como el chavismo y la Alianza Bolivariana que, sin duda, han marcado la búsqueda de una tercera vía —influenciada por los Castro— para encontrar un líder que pudiera dirigirse de tú a tú a la otra América, la que no habla español ni portugués.
Sin Obama, hubiera sido imposible el establecimiento de entidades económicas capaces de competir lejos de la colonización económica norteamericana. Pero, para el paso siguiente, el de la normalización, el de estructurar una línea de crecimiento, se necesitaban dos condiciones. Primera, eliminar esas fronteras invisibles que se van trazando en Estados Unidos —a caballo del idioma— entre un Surque cada vez habla más español y un Norte que cada vez se repliega más en sí mismo, temeroso y que no sabe cómo resolver que esas personas sin documentos, las que limpian la piscina y el auto, arreglan el jardín o cuidan de las casas dejen de ser inexistentes.
Segunda, entender que las sociedades se vuelven peligrosas cuando el miedo lo congela todo. Roosevelt sentenció: “Sólo hay que tener miedo al miedo mismo”. Ese miedo impidió ver que en la Gran Depresión sólo había un camino: crear trabajo, acabar con la sensación implacable de que no había salida para esa condena a muerte por inanición que derivó en la mayor crisis económica que conoció el mundo hasta 2008.
La otra América vive la posibilidad de una existencia sin sombras que mediaticen su comportamiento y goza una era sin violencia política. La violencia hoy la produce la desigualdad social, además de los cárteles de la droga. Ahora es cuando necesita encontrar un modelo de relación con su vecino del Norte, que, desafortunadamente, tiene que partir del abandono —deliberado— de millones de ciudadanos, dejados a la deriva por incapacidad y falta de habilidad política del Partido Republicano y de la actual Administración para resolver un problema que se les puede ir de las manos.
La América que padece la violencia social, estalla poco a poco, como enseñó Brasil. Por eso, tiene que delinear su crecimiento y equilibrios con Washington. Todo es nuevo: que las favelas estallen en Río de Janeiro, que una falsa guerra haya generado en México el mayor ejército de sicarios o que se vea en la televisión estadounidense a personas de clase media baja, buscando comida en la basura.
En general, los Estados padecen un déficit manifiesto para solucionar de forma rápida los problemas sociales, en medio de una bomba de tiempo colocada en las entrañas de ambos sistemas que necesita desactivarse: los Gobiernos de Colombia, Perú y, sobre todo el de México, no pueden seguir siendo espectadores pasivos de la salida que se le va a dar a los ciudadanos que se encuentran dentro del cerco estadounidense.
Obama llega a la mitad de su segundo mandato con un premio Nobel de la Paz y varios récords que le hacen sospechoso. El más notorio y el más triste: los casi dos millones de deportados durante su gestión, la mayoría de ellos mexicanos, según organizaciones de derechos humanos, que ya igualan las cifras de los ochos años de Bush hijo.
Así, los pilares de la victoria electoral de Obama han sido las principales víctimas de la incapacidad política de su mandato. Hoy, ya metidos en las elecciones intermedias de noviembre, no es difícil suponer que Obama se enfrentará al abstencionismo o a un fuerte voto de castigo. El problema es: ¿Con qué castigarlo si nuestros pobres compatriotas tienen que elegir entre quedarse en Guatemala o viajar a Guatepeor?
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