Peces piloto entre tiburones
"Si juzgase por mi caso, diría que los intelectuales están negados para la gestión de los asuntos públicos"
El filósofo trascendentalista Ralph Waldo Emerson, pensador de cabecera de Abraham Lincoln, era un afamado conferenciante en una época en la que esta elocuente especie no abundaba tanto como ahora. En cierta ocasión, después de una de sus homilías, le informaron de que en el auditorio se encontraba una mujer de condición humilde, vendedora de fruta en el mercado o algo así, que nunca dejaba de asistir a esos eventos y hasta hacía sacrificios para ir a escucharle en ciudades cercanas. Democráticamente conmovido, el sabio de Concord quiso saludar a la buena señora. “Me han dicho que suele asistir a mis conferencias”, le dijo benévolo y ella repuso: “¡Oh, sí, no me pierdo ninguna!”. “Veo, señora mía, que es usted aficionada a la filosofía”. “¡No, por Dios, yo no entiendo nada de esas cosas! Todo lo que usted dice es demasiado elevado para mí”. “Pues, entonces, no veo por qué…”, comentó el desconcertado gran hombre. Y ella concluyó, gozosa: “Es que me gusta oírle porque nos habla como si todos fuésemos inteligentes”.
La función específica del intelectual es tratar a los demás como si también fuesen intelectuales
En efecto, esa es precisamente la función específica del intelectual: tratar a los demás como si también fuesen intelectuales. Es decir, no intentar hipnotizarles, intimidarles o seducirles sino despertar en ellos el mecanismo de la inteligencia que sopesa, evalúa y comprende. Hay que partir de la premisa socrática de que todo el mundo se revela inteligente cuando se le trata como si lo fuera. ¿Es compatible esa función con el oficio de los políticos? Porque éstos más bien suelen regirse por el cínico principio establecido por el novelista Frédéric Beigbeder (que no en vano empezó su carrera como publicitario): “No hay que tratar al público como si fuera imbécil ni olvidar nunca que lo es”. Salta a la vista que son planteamientos opuestos. Lo malo es que el primero exige un esfuerzo de los interlocutores, atención, reflexión y tanteos dubitativos, mientras que el segundo halaga emociones primarias de entusiasmo o revancha, convierte el pensamiento crítico en sátira o maledicencia, y los problemas sociales en escándalos notorios. Si repasan ustedes las tertulias políticas de nuestras radios y televisiones, es fácil ver quién se lleva el gato al agua…
Si juzgase por mi propio caso, debería decir que los intelectuales están negados por exceso de recelo mental para la gestión de los asuntos públicos. Pero sería injusto, porque talentos mayores como Marco Aurelio o Máximo Cacciari se las arreglaron con notable competencia al frente del Imperio Romano o de la alcaldía de Venecia. De hecho, el progreso de la fórmula democrática ha ido haciendo el Estado cada vez más abstracto, es decir, más necesitado de comprensión educada y reflexiva: primero se basó en la religión obligatoria y el derecho divino de los monarcas, luego en el culto a la identidad nacional como religión civil, ahora más bien en las leyes constitucionales basadas en derechos humanos. Por supuesto, todavía vuelven a la carga periódicamente los partidarios de las fórmulas atávicas, que por emotivas son más fácilmente asumibles desde la ignorancia (el populismo, ya saben, esa democracia para perezosos mentales) y por tanto son más necesarios que nunca, si no los intelectuales en política, por lo menos el ethos intelectual en el discurso público y social. Sin embargo, la lección de la experiencia a menudo es negativa en lo personal, y los intelectuales honrados que yo conozco han vuelto siempre, como el pionero Platón, cariacontecidos de Siracusa…
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