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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Juan Pablo II quería de verdad que se quemaran sus diarios personales?

En el mundo de los escritores siempre se dice que lo que se deja inédito a la hora de la muerte es con la intención de que se publique

Juan Arias

Se está haciendo mucho ruido con los cuadernos personales del papa Juan Pablo II (Juan Pablo II, estoy en tus manos. Cuadernos personales, 1962-2003), recién publicados, a pesar de haber dejado claro a su secretario personal, Stanislaw Dziwisz, hoy arzobispo cardenal de Cracovia, que debían ser quemados.

En el mundo de los escritores siempre se dice que lo que se deja inédito a la hora de la muerte es con la intención de que se publique. El autor que desea que algo se pierda en el olvido, lo elimina antes de irse, a no ser que la muerte le coja de improviso mientras escribe una nueva obra.

No es el caso de Juan Pablo II que, según informaciones vaticanas, había pedido que sus notas personales, de más de 600 páginas, fueran quemadas después de su muerte. ¿Por qué han sido entonces publicadas? ¿Se le ha hecho un mal favor al papa que dentro de unas semanas será canonizado junto con Juan XXIII, un papa progresista al contrario del pontífice polaco que fue un fuerte conservador?

Juan XXIII también escribió El Diario del alma, sus apuntes personales, pero no tuvo problemas en que se publicaran.

No sabemos los verdaderos motivos por los que el secretario de Juan Pablo II, su mayor confidente, ha querido desobedecer al papa. Es muy probable que haya interpretado que quería que se publicara un día lo que había pedido que se destruyera.

Estuve en la plaza de San Pedro el día en que fue anunciada desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, la elección del papa Wojtyla. Acostumbrados desde hacía 500 años a pontífices siempre italianos, aquel apellido sonó como una bomba en la plaza. Pensamos que había sido elegido un papa africano. Ninguno de los periodistas llamados vaticanistas había imaginado que el sucesor de Juan Pablo I- cuya misteriosa muerte aún aletea sobre los palacios vaticanos - pudiera no ser italiano y menos un polaco del telón de acero comunista.

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Durante su largo pontificado le seguí en su avión durante más de cien viajes dando varias veces la vuelta al mundo. Y aquel papa deportista, actor, que se enardecía ante las masas, que se enfadaba con nuestras preguntas capciosas durante el viaje, es exactamente el que aparece en sus apuntes, teñidos de rasgos de poesía y fuertes tintes conservadores, desde el ecumenismo a la Teología de la liberación o al papel subordinado de la mujer en la Iglesia.

Fue durante su pontificado cuando el Vaticano extendió los tentáculos del Banco del IOR desde los subterráneos de la mafia a los paraísos fiscales. Con él, la curia adquirió un poder burocrático que nunca había tenido igual en la Iglesia. Una curia en la que acabó atrapado él mismo, que había manifestado el deseo de morir durante uno de sus viajes fuera de Roma, pues mal aguantaba sentirse su prisionero.

Una curia que, con sus escándalos, le obligó a dejar el cargo al papa Benedicto XVI, algo inédito en la Iglesia. Una curia que el papa Francisco ha empezado a desmontar de su poder casi omnipotente para devolver a la Iglesia la libertad de los hijos de Dios.

En sus viajes, Juan Pablo II se encontraba más a gusto con presidentes dictadores, como fue el caso del general Pinochet, que con los democráticos. Wojtyla se había forjado en su diócesis de Cracovia en polémica con el comunismo soviético que tenía invadida su patria y fue sin duda una pieza clave en la caida del Muro de Berlin.

Un papa poco mediador, angustiado con el comunismo, que según él atentó contra su vida, y que acabó sus días refugiándose en su espiritualidad, mientras le consumía su enfermedad.

El papa Francisco va a canonizar a los dos papas juntos, al conservador Wojtyla y al progresista Juan XXIII, señal que la santidad no tiene colores ideológicos. Lo que cuenta, a la postre, es la fidelidad a la conciencia y ambos pontífices lo fueron, cada uno con sus propias convicciones.

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