Claridad errante
Hablo de Octavio Paz que al cumplir los primeros cien años de su eternidad quedó plasmado esta misma noche en todas las voces
La eternidad se mide en instantes. Lo saben dos que se vuelven uno al besarse y con ello cambiar al mundo, lo saben también los follajes de los árboles que lloran con granizo, lloviendo las calles con alfombras moradas en pétalos huérfanos y lo sabe el poeta que congela los tiempos del mundo al nombrar cada sílaba de las cosas. Hablo del poeta que escribe al andar y vuelve a ser el niño que vivió en Mixcoac, con olor a pólvora en los manteles de la sobremesa donde su padre le hablaba de Emiliano Zapata en persona y su abuelo abría las compuertas de una biblioteca donde resonaban los cañones con los que combatió a los franceses, los mismos manteles donde la sombra de su madre cortaba como rebanadas de pan la fe de todos los días. Hablo del joven que alfabetizó niños en Yucatán y el entusiasta estudiante de una ciudad que fue de palacios, acodado sobre el barandal de párrafos y proyectos donde toda tertulia y discusión se convertía en lluvia pura de ideas.
Hablo de Octavio Paz que al cumplir los primeros cien años de su eternidad quedó plasmado esta misma noche en todas las voces de distinguidos escritores, poetas, historiadores, ensayistas, narradores y pensadores del mundo entero. Su figura ya en billetes de lotería o en monedas que se lanzan a cara o cruz, Águila o Sol, letras de oro en desagravio al oprobio cometido por la irracional puntada de haberlo quemado en vida, en efigie y su leyenda mucho más allá de quienes aún no han leído ni uno solo de sus versos. Sus muchos libros acomodados ya en el estante pendiente donde hoy mismo ha de nacer el próximo lector de sus ensayos luminosos y sus peregrinajes por las diversas patrias del lenguaje que conquistó, el habla de la calle y los murmullos del alma, los paisajes de países lejanos y todas las palabras que se arman y desarman en el instante exacto en que vuelven a definirse en conversación con el silencio o en el diálogo entre pares, distantes en el tiempo o distintos en pensamiento.
Poeta, ensayista, diplomático, director de por lo menos dos revistas fundamentales para la cultura hispanoamericana del siglo XX, generoso interlocutor entre sabios o con escritores en ciernes, paseante inteligente del arte y entre artistas, conversador incansable, jeroglífico complicado de hipertextos invisibles que formaban pantallas superpuestas en sus discursos y conferencias, testigo de un siglo, corresponsal activo, observador, provocador, conciliador… presencia presente cada vez que se lea, como si acabase de escribir las palabras que ya son intemporales. Se vuelve inasible quien no merece congelarse en estatua y al mismo tiempo, él mismo logra encarnar el instante del agua, el paso de una sombra o el hálito de los sentimientos más puros con sólo trazar en verso o en el ejercicio cambiante de sus ensayos las ideas que retratan hoy mismo el mundo que ya no existe y todos los mundos posibles que seamos capaces de imaginar para mañana.
En la memoria queda fija la fila de reconocimientos y triunfos de su voluntad, el palmarés de un poeta que creyó de verdad que sería quizá recordado por un puñado de poemas y el historiador de siglos enteros del pretérito de un país que ha sido constante multiplicación de tiempos: aquí la piedra policromada de los dioses y la quietud incendiada de los conventos, allá los gritos de tantas batallas que nos dieron patria y el enrevesado mural del siglo XX que le tocó vivir. El joven que visitó las trincheras de la Guerra Civil Española y defendió la libertad en el Primer Congreso de Escritores Anti-Fascistas en Valencia y cincuenta años después en el mismo escenario, arremangándose las ideas en defensa de la libertad y de la democracia ante otras necedades y exabruptos totalitarios. El joven que se volvió a enamorar en el medio del camino de su provechosa vida, bajo el frondoso árbol de un paisaje pintado con llamas dobles que parecen flores moradas.
Corría la segunda mitad de 1996 cuando el Fondo de Cultura Económica propuso a Octavio Paz la publicación de un libro breve dentro de la Colección Fondo 2000. Paz había celebrado y apoyado el ánimo y decurso de esa colección –que a la larga y a la fecha sumaría ciento cincuenta títulos en pequeño formato y a precio muy accesible—, y en seguida aceptó reunir para tal fin una mínima antología personal de prosa y poesía, sin importarle que se trataría de un opúsculo más bien discreto. En realidad, sólo lo es en tamaño, porque así pasen todos los instantes de todos los años, ese pequeño volumen encontró su lugar en el estante de los libros entrañables de la literatura mexicana.
La edición de ese libro significó varias semanas de lectura y relectura de no pocos de sus libros y no pocas horas de invaluables conversaciones con él en persona, por teléfono o por escrito. Al mismo tiempo que me ocupaba de la coordinación editorial de la Colección Fondo 2000 se me había encomendado la edición en dos tomos de Algunas campañas, libro fundamental de su abuelo Ireneo Paz, lo que me dio un segundo motivo para buscarlo durante aquellos últimos meses de 1996 y primeros de 1997. Fueron días muy difíciles para él y para su esposa, compañera, musa y constante interlocutora Marie-José Tramini: a su enfermedad se sumó el incendio de parte valiosa de su biblioteca, en el que perdió sus libros más valiosos, las primeras ediciones de su propia obra; pero con gran presencia de ánimo, ya nos ocupáramos de la breve antología o de la obra de su abuelo, Paz añadía, corregía o descartaba con luminosa inteligencia, riguroso sentido crítico, erudición memoriosa y alma de poeta.
Lo había conocido diez años antes en Sevilla, antes del Premio Nobel y antes incluso de imaginar que me invitaría a publicar en su revista y que me tocaría en suerte editar lo que nadie podía prever: esa breve antología, que llevaría como título una imagen de la Luna que forma parte de uno de sus versos en “Nocturno de San Ildefonso”, sería el último de los libros recopilatorios de su vasta obra que cuidaría personalmente y que vería publicado antes de partir. Entre mudanzas y médicos, Paz fue fiel a su costumbre de atender la travesía editorial de sus libros, y no dejó de estar lúcido y al día –a cada instante—de cuanto le rodeaba. Es imposible olvidar que durante su última aparición en público no dejó de mirar las nubes que navegaban por un cielo luminoso y más aún, no conmoverse ante el eco de una últimas palabras dirigidas a los jóvenes, “aquellos en cuyas manos está la verdad de México”, principales destinatarios de las páginas que conformaban esa breve antología que se llama ya para siempre Claridad errante.
Era inasible la cálida presencia de un inmenso poeta desde el primer instante en que se lee sin haber escuchado su voz y era fugaz la luminosa estela de palabras que pronunciaba con genuino interés, haciendo que cualquier interlocutor se sintiera inteligente en su presencia. Era un instante de emoción sin palabras conocerlo en Sevilla o caminar de su brazo por las calles de México donde pensaba al andar y escribía con la mirada. Su presencia está en el momento mismo en que uno repite en voz baja los versos que escribe sin tiempo y su mirada parecía delatar que transcurría un siglo entero durante la mínima pausa en que caballerosamente exigía respuesta. En espera de nuevas ediciones y otra generación de lectores que han de descubrir su vasta geografía verbal, a la espera de nuevos libros sobre su obra y biografía, en constante lectura y relectura de los libros que él mismo dejó atados, Octavio Paz nos heredó la errante claridad de poder leerlo cada madrugada como si fuese un nuevo amanecer. En medio de tanta pendencia, tribulación y mentira… nos queda un instante de paz.
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