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Ucrania, ojalá no sea así

Pilar Bonet

Ojalá no sea así, pero la oleada de ocupaciones, refriegas, enfrentamientos que se está extendiendo por toda Ucrania tiene mala salida. Deseo equivocarme y creer en que, como tantas otras ocasiones, los ucranianos llevan a sus oponentes al borde del infarto para difuminar después con un gesto ligero la trayectoria de una colisión trágica. Estas transiciones bruscas de la tensión electrizante al compadreo prosaico las vimos en la Revolución Naranja en 2004 y también después. En la clase política ucraniana todos pueden entenderse y todos pueden traicionarse. Así ha sido durante años. Pero esta vez se está llegando demasiado lejos. Los rasgos de Chechenia en 1994 aparecen en las barricadas de Kiev de 2014, como si estas fueran parientes (tal vez lejanas, pero parientes) de aquellas. Y hay que sacudir la cabeza para rechazar las radiografías siniestras del futuro que envía el laboratorio de la experiencia.

Quizá todo se resuelva con ese gesto familiar (antes tan irritante y ahora tan deseado) que marca el paso de la pugna a la complicidad. De momento, sin embargo, las noticias del fin de semana en provincias evocan partes de guerra. En Járkov, la gran ciudad intelectual del Este, varias decenas de “titushki” (los colaboradores policiales de paisano) atacaron a los manifestantes que celebraban un mitin junto al monumento de Tarás Shevchenko. En Dnepropetrovsk, la patria chica del ex presidente Leonid Kuchma y de la ex primera ministra Yulia Timoshenko, los “titushki” han atacado una manifestación y han herido a un operador televisivo. En Zaparozhia, tierra de cosacos, los funcionarios del orden público han intentado desbloquear la administración asediada por los manifestantes. En Kirovograd, dos activistas, padre e hijo, fueron atacados con un martillo por los “titushki”. En Ternópol, la fiscalía ha presentado un recurso contra la decisión del ayuntamiento de formar una unidad de autodefensa y reconocer el “consejo popular” como un órgano colegiado con competencias para representar los intereses del pueblo ucraniano”. En Sumi, la patria del ex presidente Víctor Yúshenko en la frontera con Rusia, los activistas del Euromaidán ocuparon el consejo regional y construyen barricadas con sacos de nieve frente a la administración para impedir el acceso de los diputados el lunes.

El partido de las Regiones y los comunistas están siendo barridos de los órganos de poder en el Oeste. En Ivano Frankó la administración regional prohibió las actividades y los símbolos de estos partidos con representación parlamentaria elegida en comicios reconocidos internacionalmente. En Kolomyia, una localidad de aquella provincia, los vecinos crearon consejo popular municipal y consejos de barrio y unidades de autodefensa y quemaron los símbolos de los Regionales y los comunistas. Con estos ánimos cada vez más caldeados, es difícil imaginar quién y cómo domesticará al genio salido de la botella.

El odio nuevo se suma al odio viejo aún no cicatrizado. En la boca de metro, cerca de la plaza de la Independencia, un anuncio ofrece una recompensa de hasta 25.000 dólares por la “cabeza del canalla” que mató al manifestante Serguéi Nigoyán. La plaza y otros lugares vinculados con el Euromaidán está la imagen de Stepán Bandera, en memoria del líder nacionalista que resulta inaceptable para las zonas orientales del país. “Mi padre luchó contra los nazis alemanes y Bandera es más de lo que puedo soportar”, afirma la madura secretaria de un respetado académico, culto y democrático.

En Dnepropetrovsk unos pistoleros han disparado contra los activistas que formaban un piquete junto a la administración. De repente, los políticos parecen ceder el protagonismo a otro tipo de personajes, fanáticos, vengadores de un lado y de otro. Y también cambian los escenarios: En lugar del parqué parlamentario por el que deambulan los diputados equilibristas, los bosques nevados sobre los que yacen los cadáveres con huellas de tortura. Cuesta creer que estamos en Europa y en el siglo 21.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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