El campo mata
India registra una de las mayores olas de suicidios entre sus agricultores debido a la sequía y las malas cosechas
Basta un vistazo a los siete acresde tierra de Venkatesh Gangavaram para convencerse de que no tiene que ser fácil cultivar nada en ese pedregal de la árida provincia de Andhra Pradesh, al sur de India. Pero a este agricultor no le quedaba otra opción, así que pidió prestado a usureros para cavar pozos en busca del agua necesaria para que floreciese la plantación de cacahuete con la que iba a sacar a su familia de la extrema pobreza. Contrató los servicios de un santón que arrastra un coco por la tierra para dar con el lugar adecuado para cavar. Falló el primero. Y el segundo. Y el tercero. Ni siquiera a cien metros de profundidad corre el líquido. El 75% del territorio del Estado sufre una pertinaz sequía.
Por cada pozo que cavaba, Gangavaram se endeudaba en 20.000 rupias (285 euros) que tendría que devolver con un interés del 30%. “Pensaba que podría pagar con lo que sacásemos por la cosecha, pero todos los años han sido malos”, recuerda. Un día los prestamistas se presentaron en su casa para informarle de que debía 500.000 rupias (más de 7.000 euros, el equivalente a una década de la renta media de la región). Acogotado, Gangavaram se fue al campo, y, sobre las plantas de cacahuete que le habían traicionado, bebió pesticida. “Pensé en mi mujer y en mis tres hijos, pero no pude soportar la presión”, asegura.
Gangavaram tuvo fuerzas para regresar a casa, donde un tío suyo se dio cuenta de que algo no iba bien. “Reconoció que se había envenenado”, cuenta su mujer con la tristeza dibujada en el rostro. “Lo llevamos rápidamente al hospital y, afortunadamente, allí salvaron su vida”. Pero no fue gratis. La factura médica ascendió a 300.000 rupias (4.280 euros) que se sumaron a la ya abultada deuda de la familia. Fue entonces cuando la Fundación Vicente Ferrer (FVF) conoció el caso. “Nos dieron 50.000 rupias e intercedieron en la disputa con los acreedores, que ahora han rebajado la presión”, explica él.
Gangavaram tiene mucha suerte. India sufre la mayor ola de suicidios de la historia. Más de 270.000 agricultores se han quitado la vida desde 1990, y su número se ha disparado hasta los 15.000 al año desde 2001, momento en el que se introdujeron las reformas de liberalización agraria. Uno cada 43 minutos. 16,3 de cada cien mil agricultores. Y la situación empeora. Fuentes gubernamentales consultadas por EL PAÍS, que piden mantenerse en el anonimato, avanzan que 2013 será uno de los peores años de la última década “por culpa de los especuladores que manipulan los precios de los cereales, el alto costo de semillas genéticamente modificadas, el cambio climático que está provocando la desertificación de Estados como Andhra Pradesh, y el frenazo de la economía. Es la mayor catástrofe del país desde que logró la independencia”. Y eso que las cifras oficiales, reconocen los funcionarios, “nunca recogen todos los casos”.
La viuda Gangamma Sake
Gangamma Sake logra salir adelante gracias al programa ‘De mujer a mujer’ de la Fundación Vicente Ferrer. Después del suicidio de su marido, con el que la casaron a los 14 años, la fundación le ofreció la compra de una búfala cuya leche vende. Gracias a esos ingresos, de unas 150 rupias al día, consigue mantener a sus dos hijos y hacer frente a la exigua cosecha: “Deberíamos coger 20 sacos de cacahuetes, y solo obtenemos tres”, asegura.
En el centro sanitario que Rural Development Trust tiene en Anantapur, las estadísticas adquieren rostro. “Entre el 10% y el 20% de las muertes que certificamos en nuestro hospital son provocadas por los propios pacientes, y en su gran mayoría son agricultores”, explica Rama Kesava Reddy, uno de sus médicos. “La mayoría toma pesticida o parafenileno (PPD), que provoca un edema de laringe entre las dos y las seis horas posteriores a la ingesta. Si llegan en ese momento, el 100% sobrevive con una traqueotomía. Pero si llegan más tarde, cuando ya sufren fallos renales, nosotros no podemos hacer nada. Los pulmones se llenan de fluido, se produce una parálisis muscular, caen en coma, y mueren ahogados. Además, ahora se ha popularizado tomar también tinte de pelo, que se puede adquirir por unas 10 rupias (14 céntimos de euro) en cualquier parte, y que provoca la muerte rápida y de forma indolora”.
El verdadero dolor es el que la muerte provoca entre los vivos. Sobre todo en la familia del fallecido. Lo sabe bien Narayanamma Cheemala. Como en el caso de Gangavaram, su parcela no tenía agua y no dieron con ella en las perforaciones que hicieron guiados por el coco de un santón. “Ahí comenzaron las deudas”, recuerda en el interior de su pequeña casa de hormigón desnudo. “Pero lo peor llegó cuando casamos a nuestras dos hijas”. Como manda la tradición india, tuvieron que proporcionar a cada una de ellas una dote de 100.000 rupias (1.430 euros). “Con esa cantidad, las visitas a casa de los cobradores se hicieron cada vez más frecuentes, y cada vez más tensas”.
El pesticida en tabletas liberó al marido de Cheemala de la tensión. Y a ella el suicidio le supuso un suspiro económico momentáneo. Porque el Gobierno compensa con 100.000 rupias a las viudas de los agricultores suicidas, una polémica medida. “En un primer momento se reciben 5.000 rupias (70 euros) para hacer frente a los gastos inmediatos. Luego, la Administración da 20.000 rupias cada año durante cinco años, para evitar que el dinero se malgaste”, explica la mujer. Pero pronto se impuso la cruda realidad. “La vida sin un hombre en casa es muy dura, y la tierra no da para vivir porque cada vez llueve menos”.
Además, las viudas rara vez vuelven a contraer matrimonio en India. “La virginidad es un valor muy apreciado. Por eso, aunque la ley lo permite, las viudas quedan solas y apartadas de la sociedad, como si fuesen apestadas. La coyuntura afecta también a sus descendientes, con lo cual cada suicidio se traduce en una familia rota para siempre”, analiza Doreen Reddy, responsable de los proyectos de mujer de la FVF. Por eso, el hijo de Cheemala está buscando casarse con una mujer que acepte vivir con su madre, trabaje en el campo, y haga las labores de la casa para todos. “No va a ser fácil, porque todavía tenemos que pagar la deuda y nadie quiere casarse con quien no tiene estabilidad financiera”, reconocen ambos. “Además, el suicidio siempre es tabú”.
Es fácil comprender por qué más de 15 millones de indios han abandonado la agricultura desde 1991. El milagro económico del país no es para ellos. “Mientras que su productividad ha crecido un 84%, su capacidad adquisitiva real ha caído un 22%”, apuntó Palagummi Sainath, periodista especializado en asuntos agrícolas del diario The Hindu, en un simposio titulado Muerte en la granja. “El suicidio de los agricultores no es la crisis, sino efecto de la crisis”, sentenció.
Esas palabras adquieren sentido en una de las muchas barriadas de Calcuta. Allí se hacinan cientos de exagricultores que decidieron buscar una vida mejor sobre el asfalto. “Trabajar la tierra es peor que mendigar. No da ni siquiera para mantener a una pequeña familia”, afirma Gavesh Kumar, un hombre que hace dos años abandonó el Estado de Maharashtra. “Escapé de la gente a la que debía dinero. Invertí en semillas que me aseguraron que iban a darme una buena cosecha, pero no salió nada y me arruiné. Pensé en suicidarme, pero preferí darles una oportunidad a mis hijos”. Ahora, los chavales piden limosna en la carretera.
“El problema de los suicidios de los agricultores tiene que ver con su falta de formación. Es fácil aprovecharse de ellos y conseguir que gasten mucho en asuntos que no se traducen en rentabilidad, porque no tienen un buen proyecto detrás”, explica el experto en agricultura y ecología Chalapathy Tiruveedula. “El Gobierno debería dedicar más recursos a la elaboración de planes agrícolas que no tengan en cuenta tanto a las grandes multinacionales de alimentos como a los campesinos. Porque India sufre una sangría sin precedentes que no tiene visos de llegar a su fin. Y no solo por las vidas que se pierden, sino por todas las que se rompen en el entorno de los que se suicidan”.
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