“Dios nos quiere destruir”
La comunidad de El Paraíso, de 4.000 habitantes, lucha ahora por salir a flote después de las lluvías que dejó Manuela flote
La Pintada, un poblado de 600 vecinos en Guerrero (sureste de México), se ha convertido en un cementerio. Allá arriba, en la sierra, un alud sepultó el lunes la mayoría de las casas. Solo queda el lodo que entierra a los cadáveres que todavía no han sido levantados. Hay 68 desaparecidos oficiales, pero pueden ser muchos más. A seis días de la tragedia los militares apenas han podido evacuar a los supervivientes por aire. Nadie ha entrado aún a recuperar los cuerpos enterrados, y tampoco es seguro que lo vayan a hacer.
El poblado más cercano, ubicado a unos 20 minutos cuando moverse en coche era posible, vive con temor a que otro alud los sepulte a ellos. Los cerros que rodean a El Paraíso, una comunidad de 3.900 habitantes, siguen desprendiendo lodo y piedras. La carretera hasta aquí es ahora intransitable y el último camión lo deja a uno a más de dos horas a pie. El sábado a mediodía nuevos derrumbes, producidos por las lluvias del viernes, dificultaban aún más el paso, y en todo el trayecto (unos 10 kilómetros) solo un pequeño tractor removía los escombros en uno de los 20 puntos, algunos de más de 30 metros de largo y hasta cuatro de altura, donde el lodo ha comido el asfalto. Cada día que pasa hay menos camiones que viajan desde la cabecera municipal, Atoyac. “No tenemos gasolina”, explica un chófer. La situación es crítica porque apenas está llegando ayuda y llevan ya una semana aislados.
Una de las vías principales del pueblo, la que lleva hasta la escuela municipal, permanece desde el domingo semienterrada. El río se desbordó y arrastró piedras, árboles y barro. Hoy es un lodazal inhabitable donde una camioneta azul atrapada a media calle es el único rastro de vida humana reciente. “Hasta que entren las máquinas nosotros poco podemos hacer”, dice un hombre de mediana edad que, provisto de una pala, trata de retirar la tierra.
“Hasta que entren las máquinas nosotros poco podemos hacer”, dice un hombre con una pala
Desde el jueves un equipo médico de cinco personas se ha instalado a la entrada del pueblo. Han traído medicinas y ofrecen atención y refugio. María Teresa Romero, enfermera general de la Secretaría de Salud de Guerrero, explica que la gente llega asustada, la mayoría con lesiones musculares, rasguños y también infecciones respiratorias o del estómago. A partir de las dos de la tarde, cada día, una lluvia fuerte comienza a caer sobre esta zona del municipio, lo que impide cualquier movimiento. Eso, y el miedo a los “malos”, hombres armados –presuntos narcos- a los que todos ven pero de los que nadie habla. Desde las ocho, la vida se detiene en el poblado y los vecinos se retiran a casa con sus velas. En El Paraíso no hay luz y tampoco comida. El centro de Atoyac está a más de tres horas y también se ha ido quedando desabastecido. Una muchacha de 23 años que completa el trayecto a pie cargada con dos bolsas llenas de ropa se lamenta bajo el aguacero: “Dios nos quiere destruir”.
Algunos de los habitantes del pueblo escaparon a la tragedia de La Pintada, pero cargan el dolor con ellos. Es el caso de Consuelo y su nieto Jaime, que han dejado sepultados a todos sus familiares. Los dos tienen una casa que quedó intacta en el poblado donde el alud acabó con la vida de muchos. Allí estaban cuando el lunes, a las tres de la tarde, un ruido ensordecedor, presagio de lo peor, los dejó inmóviles. Durante dos días permanecieron en la casa, situada en una parte alta de la comunidad, hablando con vecinos y esperando que alguien llegase a rescatarlos. “Estoy espantada, casi no comimos estos días, se nos fue el hambre”, dice la señora. Cuando ellos salieron los militares aún no habían aparecido. Con mucho esfuerzo Jaime, de 20 años, y su abuela, de 77, bajaron hasta La Pintada por caminos llenos de lodo. En el poblado cultivaban café, la actividad principal de esta zona de Guerrero, pero también frijoles y maíz. La casa que poseen en El Paraíso está en buenas condiciones, pero nadie les asegura que vayan a poder quedarse: “Hay quien dice que los cerros van a juntarse y que este pueblo se va a cubrir de lodo también”, asegura ella.
En la cocina de su casa, Consuelo Chávez explica que si pudiera, se iría a Acapulco, donde dos de sus 11 hijos trabajan: “El resto están en Estados Unidos”, cuenta mientras llena dos bolsas transparentes con café recién molido que huele a gloria, el mismo que luego prepara en la olla con un poco de azúcar. Su nieto Jaime, tranquilo, la observa. Por el modo en que habla el joven, parece que todavía no se cree del todo lo que ha pasado. “Entre varios vecinos enterramos cuatro cadáveres. Un día los sacamos, hicimos cajas de madera y los velamos. Al otro ya celebramos el entierro”. Sus amigos, la mayoría se salvaron y casi todos han sido evacuados hacia Chilpancingo —la capital— o Acapulco: “Nosotros teníamos aquí nuestra casa, por eso no nos fuimos”, explica el chico, que algún día quiere ser biólogo.
Aunque la distancia que separa a Atoyac de Acapulco son 80 kilómetros, para viajar son necesarias cuatro horas con tres cambios de transporte colectivo y media hora caminando. Poco después de Coyuca, donde uno de los puentes se quebró por varias partes, Julián Mendoza, de 52 años, vio cómo su motel, un edificio de apenas ocho meses y que todavía está pagando, fue arrastrado y quedó flotando en un lago que también se formó el domingo sobre lo que era tierra de cultivo. El pantano tiene cuatro metros de profundidad, uno por cada hijo que debe alimentar. Su mayor temor es que su familia pierda la casa: “Le pedí el dinero al banco y puse las escrituras de mi vivienda, pero sin ingresos, ¿cómo voy a pagar?”, se lamenta. Su mujer, al menos, vende madera de palma: “Ahora dependemos de ella”. El esposo de Esperanza se dedicaba a cargar clientes en taxi desde Coyuca hacia los barrios al otro lado del puente. En su casa son también seis y desde el derrumbe se ha quedado sin trabajo. Se queja del precio de los tomates, que se ha quintuplicado, y de que ninguna autoridad les ha ofrecido ayuda. Es el reclamo que se repite en todas partes. Mientras unos arriman el hombro, otros aprovechan para hacerse de oro. En El Paraíso, alejada de todo, la abuela Consuelo prefiere no lamentarse: “Hay que echarle ganas mientras uno no se muere”, exclama a la vez que busca una alternativa para el desayuno. Hoy ya no tienen pan.
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