¿Por qué va a perder el SPD?
Las encuestas,, desfavorables a los socialdemócratas, aconsejan a sus dirigentes que vayan preparando las debidas explicaciones
El partido socialdemócrata alemán, SPD, va a perder las elecciones del 22 de septiembre. Ya lo sé, esto es un simple vaticinio; pero lo es a la manera como uno, después de estudiar las imágenes enviadas desde un satélite, está en condiciones de predecir con garantías de acierto el tiempo que hará mañana. La cautela sugiere que no se descarten milagros de última hora. Las encuestas, por el contrario, cada día más desfavorables a los socialdemócratas, aconsejan a sus dirigentes que vayan preparando las debidas explicaciones, así como los elegantes lamentos y los parabienes al vencedor que caracterizan a los buenos perdedores.
Sea como fuere, el SPD quedará por debajo del 30% de los votos, porcentaje insuficiente para, con el apoyo de los Verdes, domiciliar a su candidato en la cancillería. Cuidadito, dicen algunos. No sería la primera vez que este partido logra persuadir en vísperas de unos comicios a sus votantes de toda la vida a salir de casa y dirigirse al colegio electoral correspondiente, para lo cual, eso sí, convendría que no lloviera. La certeza de la derrota lo mismo puede retraer que procurar, por reacción, votos que no se manejaban en las encuestas.
El SPD no va a perder las elecciones por un desaire del azar, sino por razones concretas, además de numerosas, de algunas de las cuales el propio partido es responsable. Su campaña electoral está siendo en tal extremo desacertada que da lugar a toda suerte de bromas. Un medio de comunicación recomendó hace poco a Angela Merkel que no interrumpiera sus vacaciones alpinas, ya que la oposición socialdemócrata le estaba haciendo de forma óptima el trabajo.
Un grave problema para el SPD es el éxito de la coalición gobernante y la creciente popularidad de la canciller. Dicho éxito acaso no sea sino una sensación generada a partir de estadísticas y números y corroborada por la constancia de la satisfacción general de los ciudadanos. No parece que afecte a la intención de voto de estos la circunstancia de que dos ministros dimitieran por plagiarios, que se hayan dilapidado miles de millones de euros en la construcción a lo Pepe Gotera y Otilio de un aeropuerto, que se fabricaran drones costosímimos sin licencia de vuelo o que se cierre la estación de ferrocarril de Maguncia porque la empresa ferroviaria suprimió puestos de trabajo y más de la mitad del personal estaba de baja o de vacaciones.
Disputar espacios de poder a un rival fuerte entraña dificultades, tantas como entusiasmar a una masa paralizada por la satisfacción, remisa a los cambios. La circunstancia de que el SPD trate de aumentar su relieve ideológico en tiempos de campaña electoral y sus candidatos se quiten la corbata con ocasión de los mítines da una imagen de oportunismo populista. El SPD, que acaba de cumplir 150 años, hace tiempo que renunció a la utopía socialista en favor de un eufemismo llamado "justicia social". En la actualidad propugna políticas de centro. Habría que examinarlas con lupa para distinguirlas de los postulados del CDU, partido que no ha tenido problema alguno en mangarle iniciativas (el matrimonio homosexual, la ley de salario mínimo). La propia canciller, en una de sus camaleónicas transformaciones, coqueteó días atrás con la idea de volver a coligarse con los socialdemócratas en un próximo gobierno. El candidato socialdemócrata, Peer Steinbrück, reaccionó como acostumbra: serio, enfurruñado, antipático.
La razón principal de la segura derrota del SPD es su candidato a la cancillería. A Peer Steinbrück nadie le niega aptitudes en materia económica. Fue ministro con Angela Merkel (él dice "bajo Angela Merkel") en tiempos de la gran coalición y, con su habitual entrecejo arrugado, declara que no quiere repetir. Necesitaría que los Verdes obtuviesen un gran resultado; pero acaso no repara en que los Verdes formularían entonces una legítima aspiración a presidir un hipotético gobierno.
Peer Steinbrück tiene un serio problema de imagen, ha vertido afirmaciones públicas que lo han hecho impopular, arrastra fama de quejumbroso, carece de carisma. Los mismos carteles electorales de su partido parecen diseñados por adversarios. Son en su mayoría serios, anticuados, poco atractivos. Por supuesto que un millonario puede intentar ayudar desde una política con ribetes teóricos de izquierdismo a los desfavorecidos de la sociedad. Steinbrück es uno de esos millonarios o, como él dice con su habitual falta de encanto personal, "bien situados". Más improbable es que los desfavorecidos lo tomen a él por uno de los suyos, particularmente después de saber que este hombre cobraba hasta veinticinco mil euros por dar charlas y acto seguido exigió en sede parlamentaria un aumento de sueldo para los señores diputados. La gente quizá olvide los pormenores, pero no hay detergente que borre la animadversión.
Para desgracia de Steinbrück, tiene a su principal rival en el propio partido. El jefe, Sigmar Gabriel, no oculta el menosprecio que le profesa. Ya antes del comienzo de la campaña electoral saltaron a la prensa serias discrepancias entre ambos. No se entiende que el partido nombre a un candidato y a continuación este, el otro y el de más allá le lleven la contraria, le desmientan y desautoricen hasta suscitar las lágrimas de Steinbrück durante una intervención pública, después que su esposa protestara por el trato desleal que algunos compañeros estaban dispensando a su marido.
La fragilidad de los principios programáticos se revela asimismo en la costumbre de improvisar medidas y de sacarse promesas de la manga, intentando a la desesperada contrarrestar los malos augurios de las encuestas. Steinbrück anuncia de buenas a primeras que si llega a canciller bajará el precio de la electricidad; otro día, que subirá los impuestos de los ricos al tiempo que el jefe del partido habla de bajarlos. La sensación de que el programa del partido se puede cambiar a voluntad, de que sus dirigentes no respetan sus propias propuestas, los debates internos en campaña electoral y la mala avenencia generan una natural desconfianza en el electorado. Y claro, así no se ganan elecciones.
Fernando Aramburu es escritor español y reside en Alemania. Es autor entre otras obras de Los peces de la amargura (Tusquets).
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