Por la cara
En Europa los jóvenes pertenecientes a minorías son más interrogados que sus coetáneos nativos
El extrarradio de Paris arde de nuevo. Desde que el pasado jueves un control policial a una mujer con velo integral derivase en altercado de los agentes con su marido, en Trappes vuelan proyectiles entre policías y manifestantes en noches iluminadas por coches y contenedores en llamas. Es una secuencia conocida: en Bradford (Inglaterra, 2001), Francia (2005 y 2007), Londres (2011) y Suecia (Mayo de 2013) un incidente individual desata una ola de violencia callejera protagonizada por jóvenes marginales. Fuerzas del orden y gobierno de turno se apresuran a culpar a los ‘vándalos’ y se ensañan en su represión. La rabia que explota en las calles, sin embargo, no sale de la nada, sino de la práctica nefasta del control policial basado en el aspecto racial.
En toda Europa, un joven que no pertenece al grupo étnico mayoritario tiene más probabilidad de ser parado por la policía. Según las relativamente conservadoras estadísticas de la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE, el porcentaje de personas sometidas a un control personal en Alemania es el doble entre turcos que entre nativos y de tres a cuatro veces mayor para norteafricanos en España o para gitanos en Hungría. En Gran Bretaña otro estudio estableció que en casos donde no había sospecha previa los negros eran controlados 37 veces más que los blancos, 10 veces más en el caso de los asiáticos.
A la práctica, comunidades enteras en las sociedades europeas son tratadas como sospechosas. De este modo, se confirman y refuerzan los peores prejuicios de la sociedad, testigo del acoso policial a sus vecinos de un determinado grupo. Los sometidos a constantes registros los viven como una humillación por parte de los representantes del país que les ha visto crecer e incluso nacer. En su adolescencia y primera juventud, cohortes enteras de jóvenes aprenden por la vía de desagradables experiencias con la policía el papel que les reserva la sociedad.
En mayo de este año Naciones Unidas exhortaba a España a acabar con esta práctica ‘persistente y generalizada’, repetidamente declarada ilegal por numerosas instituciones europeas e internacionales de derechos humanos. Los estudios demuestran que parar y registrar en base a la apariencia étnica no tiene absolutamente ningún efecto a la hora de reducir los delitos: es una pésima práctica policial. Al fijarse en el aspecto de las personas y no en sus actitudes u otros indicios que puedan justificar una sospecha razonable, los policías pierden el tiempo e incrementan la molestia a la ciudadanía. La información proporcionada por los propios vecinos es una fuente fundamental tanto en la investigación como en la prevención: al maltratar a una parte de la población, la policía pierde su complicidad y confianza y, con ellas, un recurso valiosísimo. Las pruebas-piloto de modos alternativos de operar han dado resultados espectaculares: en Fuenlabrada, donde se llevó a cabo una de ellas, el cambio en las prácticas policiales redujo a un tercio el número de controles a la vez que triplicaba los resultados positivos.
Cuando la policía para a personas en la calle por su aspecto étnico se crea un caldo de cultivo favorable a las agresiones racistas; algunos de los peores ataques racistas tienen como telón de fondo esas malas prácticas policiales. En 2009 en Italia patrullas de vigilantes se sumaron con entusiasmo a la represión de los asentamientos gitanos llevada a cabo por orden del gobierno Berlusconi, sembrando el terror. En Grecia, donde se suceden las redadas masivas en las que la policía registra a cualquier persona de ‘apariencia no griega’, los matones de Aurora Dorada han organizado sus propios ‘controles de identidad’ que resultan en palizas o la destrucción de propiedades de las víctimas. El pasado Mayo en Suecia un centenar de neo-nazis se echaron a las calles de Tumba, cerca de Estocolmo, para ‘ayudar’ a la policía con agresiones a los que ellos consideraban ‘vándalos’ – en la práctica, cualquier chico de aspecto no sueco. También en Estados Unidos, por cierto, no se entiende la muerte de Trayvon Martin ni la absolución de su asesino sin tener en cuenta la permanente presión policial sobre los negros americanos.
Los controles policiales según el grupo étnico, racial o religioso son una amenaza a la convivencia y un agujero en nuestro sistema de derechos y libertades. A pesar de que el Presidente francés o la Ministra de Interior del Reino Unido ya se han pronunciado contra esta práctica, la mayoría de políticos europeos simplemente la ignora. Y en nuestro Continente, que se reclama defensor de la igualdad de derechos, miles de jóvenes musulmanes, negros, gitanos o de otros grupos sufren con resignación la humillación cotidiana de una policía que se cree con derecho de pararles en la calle, literalmente, por la cara.
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