La banalidad del mal
Hay un momento en que hay que traducir la idea luminosa al lenguaje común. Para que lo entienda la gente, incluso a riesgo de convertirse en un tópico, un cliché. Es una paradoja: pensar es derribar ídolos, descartar tópicos, combatir contra el cliché, a veces hasta encontrar el cliché que sirva para combatir los clichés.
Eso es lo que ha sucedido con la idea de la banalidad del mal, elaborada por Hannah Arendt con motivo de su cobertura periodística del juicio en Jerusalén contra el nazi Adolf Eichmann, el gran contramaestre del Holocausto y responsable material del asesinato en masa de seis millones de judíos hace 50 años, de donde salieron una serie de reportajes en New Yorker y el libro Eichmann en Jerusalén, convertidos ahora en argumento del filme de Margarette von Trotta que lleva por título el nombre de la autora.
Nada tiene que ver la idea de la banalidad del mal con justificación alguna del nazismo ni con la desculpabilización de Eichmann, como insinuaban algunas de las críticas iniciales que recibió. Menos todavía con la banalización del nazismo, la execrable práctica tan frecuente estos días de utilizar los clichés del régimen hitleriano para descalificarse unos a otros, demostración flagrante de un punto en común, sea quien sea quien lo utilice, como es la exhibición de frivolidad moral, de vacuidad intelectual y de negación del pensamiento más opuesta a la ciudadanía responsable.
La expresión tiene en todo caso un primer y eficaz impacto semántico que desmiente la idea romántica de un mal profundo y enraizado, fruto de un pensamiento negativo y de un carácter satánico. Si lo que quería decir Arendt era que los resultados del mal no son banales, pero sus causas sí lo son, estamos más ante un argumento literario o periodístico que una verdad filosófica.
Eichmann en Jerusalén es un alegato en favor de la responsabilidad individual ante la justicia, complemento del rechazo a la justificación del crimen por la obediencia debida consagrado en los juicios de Nuremberg. La banalidad del mal es la incapacidad para pensar por cuenta propia, la obediencia mental como execrable acomodación del pensamiento a la jerarquía. Lo contrario, por tanto, al atrévete a pensar kantiano, ejercicio que la filósofa judía realiza con una radicalidad admirable cuando se trata de analizar el proceso en que se juzga al criminal que asesinó a los suyos.
No hay culpas colectivas, pero tampoco cabe buscar lo contrario, el ventajismo del mérito colectivo de un pueblo. Arendt confiesa en su correspondencia que no siente amor por el pueblo de Israel ni por ningún pueblo, solo por las personas. Señala también que son las atrocidades de los suyos las que más la mueven a la denuncia. Fue sionista bajo Hitler y luego partidaria de una Palestina binacional, con idénticos derechos para judíos y árabes.
En Eichmann encontró el retrato inverso del ser humano pensante y consciente y del ciudadano libre y responsable. Cincuenta años después, su cliché sobre la banalidad del mal sigue siendo útil para combatir la estupidez política.
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