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Tribuna
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Lima 2013: Crónica de una Visita

La capital peruana que dejé hace 40 años era emblema del desorden, descuido y suciedad, de ciudadanos vejados por el obstinado maltrato delegado por las autoridades

Visitar la cuna puede ser una experiencia muy interesante cuando no la reconoce, cuando le cuesta rescatar la memoria. La Lima que dejé hace 40 años cuando emigré era emblema del desorden, descuido y suciedad, de ciudadanos vejados por el obstinado maltrato delegado por las autoridades y sus mismos pares, ingeniosos para abrirse paso sin miramientos y sobrevivir. Ocasionales visitas, siempre breves y de paso, me servían para constatar que el caos era la constante y que la conducta de sus gentes era campo fértil para estudios de antropología cultural. En el aeropuerto, el funcionario de inmigración podía ofrecerle comprar sus dólares; salir de aduanas significaba sufrir el asalto de una decena de taxistas informales para llevarlo a su destino. Y, ya en la ciudad, pues a enfrentar el tráfico vehicular con todos sus peligros – la necesidad de desacelerar o detenerse frente a un semáforo en verde en un cruce en virtud del bárbaro que no respetaba la luz roja; contaminarse con los gases emanados por los vetustos vehículos del transporte público; o encarar a un policía al acecho para suplementar su magro ingreso, proponer la transacción y, a veces, sufrir su inverosímil indignación oyéndole decir: “señor, por favor, nunca me ofrezca los cinco dólares delante de su señora.”

Ya no. Esa ciudad que durante décadas se expandió alocadamente, desprovista de un plan maestro de desarrollo urbano, transita, hoy por hoy, y de una manera muy gradual por cierto, por una ruta que busca un ordenamiento funcional con la esperanza de allanar el paso, para beneficio de sus casi diez millones de habitantes, hacia formas de convivencia menos estresantes y más consideradas. Clave, sin lugar a dudas, es su posicionamiento en una economía que durante los últimos 20 años ha estado creciendo vigorosamente. Lima tiene un tercio de la población del Perú y aporta el 50 por ciento de su producto. Con todo, la tarea de modernizarla es titánica porque se arrastra el lastre de una capacidad de gestión edil que históricamente ha sido deficiente ante la cual, en comparación con otras capitales de la región de similar tamaño, los ejemplos de Bogotá y Santiago de Chile parecen espejos de Múnich. También cuenta el hecho de que una cosa es habilitar espacios de aparcamiento para discapacitados, y otra es que aquellos que no lo son, los respeten, ¿verdad? Por último, la tarea es difícil y compleja porque la ciudad – en realidad el país entero – exhibe una clase política que no tiene la estampa del hombre de estado, del que está al servicio del bien público, sino del caudillo oportunista o el comerciante que busca apoderarse del puesto público para usarlo como coto de caza. Precisamente, la alcaldesa recientemente sobrevivió una campaña de impugnación orquestada por políticos que ni siquiera revelan indignación en público ante sospechas e investigaciones sobre presuntos hechos que les procuraron dinero mal habido. Quiere que la dejen en paz para solucionar dos problemas urgentes: la inseguridad ciudadana y el transporte público.

En abril pasado tuve la ocasión de tomarle el pulso a la transformación, a todas luces positiva, que vive la ciudad. Esta vez, a diferencia de las breves llegadas de paso, me quedé tres semanas y decidí no partir sin antes vivir la experiencia de lo que su sistema de transporte público ofrece. El flamante Metro de Lima, un tren elevado que, en su fase inicial, tiene un recorrido de 21 Km desde el sur hasta el centro de la ciudad, me brindó la oportunidad. Puesta la primera piedra en 1986 durante el primer gobierno de Alan García, el tren fue sometido a duras críticas, con toda justicia, por tratarse de un elefante blanco injustificable en una época en que el gobierno recurría a la magia y milagros para cubrir el pago de los empleados públicos. La obra fue suspendida durante 20 años pero fue reiniciada y completada en 2011 durante el segundo gobierno de García. Ahora que está en pleno funcionamiento es objeto de elogio, y también con toda justicia. Porque, en efecto, vi mi primer asomo de Múnich en la espaciosa estación Angamos que, vista de afuera, lucía limpia, debidamente señalizada, con servicios sanitarios, con custodios que no dormían la siesta y operarios uniformados dedicados a su labor. Me acerqué a la ventanilla para comprar mi boleto:

--. Deseo comprar un pasaje, me dice cuánto cuesta por favor.

--. Señor, no vendemos pasajes. Usted tiene que comprar una tarjeta, a la que le tiene que añadir dinero cada vez que hace un viaje. ¿Entiende?

--.Ahh…

Qué cara de sorpresa habré delatado para que, casi al instante, escuchara de nuevo la voz del puntilloso boletero, esta vez en tono menos severo, acaso un poco piadoso:

--. ¿Lo que Usted desea es simplemente pasearse?

-- ¡Sí! Justamente eso, pasearme, tener la experiencia de conocer el Metro.

--. No se preocupe Señor, no es necesario que compre la tarjeta, yo lo hago pasar.

Entré entonces gratis y, de paso, de regreso a Lima porque lo de Múnich, claro está, fue sólo eso, nada más que un asomo. Subí al andén y me enfrasqué en la observación de las personas que, como yo, esperaban el tren. Puse particular atención en una pareja sesentona, esposos que, me puse a pensar, seguramente todavía guardaban los recuerdos de los años terribles que la ciudad pasó, azotada por los ataques terroristas, la galopante inflación, las recurrentes crisis políticas. El marido, radiante de felicidad, buscaba qué audiencia contagiar y rápidamente la encontró en otras dos parejas mucho más jóvenes que se encontraban cerca.

--. ¿No les parece esto una maravilla?

--. ¿Se refiere al Metro, Señor? – respondió uno de los jóvenes.

--. Efectivamente. Nunca me imaginé que un día iba a ver lo que estoy viendo. Lima con un tren eléctrico. Antes me tomaba dos horas llegar al centro, ahora solamente treinta minutos. Además es limpio y funciona muy bien. Es todo un placer, hasta me parece ver que la gente que lo toma es mucho más cortés, que se comporta con más educación. Es como para sentirse orgulloso, ¿verdad?

--. Bueno Señor, yo lo tomo porque la semana pasada me robaron el auto.

Ya en el tren, mi asombro fue en aumento, no por constatar la presencia de facilidades mínimas que le cabe esperar a todo buen vecino – asientos cómodos y en buen estado, guías del metro dispuestas en las paredes, de fácil lectura y libres de garabatos, avisos anunciando la llegada a una estación y el destino de la próxima – sino porque una voz a través del sistema de altoparlantes conminaba a los usuarios a conducirse con consideración hacia señoras y ancianos, a cederles el asiento. También por el altoparlante una melodía tierna y sencilla proponía el cuidado y buen trato de los niños. Pues ni en Múnich, me escuché musitar con sorna, y contento volví a mi propósito del día, a observar de cerca las poblaciones, eufemísticamente llamados pueblos jóvenes, que en los años 60 y 70 inmigrantes provenientes del interior del país los habían levantado sobre los arenales que circundan la metrópolis, prácticamente de la nada. Pues bien, aquellos hacinamientos humanos en condiciones de extrema pobreza ahora tienen el semblante de ciudades satélites pujantes que albergan zonas residenciales, centros comerciales y la pequeña y mediana industria. Una de ellas, Villa El Salvador, que durante tantos años sufriera el embate del terrorismo, el desgano del gobierno edil y la palpable indiferencia de los habitantes en las zonas más pudientes de la capital, exuda ahora vitalidad admirable. Es embrión de una casta de pequeños y medianos empresarios que crean empleos y de una emergente clase media que le está cambiando el perfil a la ciudad y al país entero. La articulación económica y el acercamiento con los distritos más ricos, San Isidro y Miraflores por ejemplo, queda en evidencia porque el diferencial entre los precios de servicios en uno y otro se ha reducido considerablemente. No hay duda, la ciudad y el país avanzan.

Vi mucho más que eso. Un paseo por el centro histórico de Lima fue muy placentero y me permitió confirmar el esfuerzo que se hace para embellecer plazas, abrir nuevos espacios verdes, ceder calles para el uso exclusivo del peatón, recuperar el esplendor de viejos teatros y remodelar casonas coloniales. No es de sorprender entonces que la banca, el comercio formalizado y hasta las dependencias públicas, que durante décadas se alejaron del centro por los excesos del desorden, estén retornando poco a poco. Además, alguien definitivamente está pensando en el paseante: ¿sufre el estimado lector por ser uno de los que deben aliviarse con premura ante la necesidad fisiológica que irrumpe a veces con muy poco aviso? Pues bien, no se preocupe tanto porque, a diferencia de antaño, ya no tiene que ampararse debajo de un árbol o buscar discretamente una esquina poco transitada. No estimado lector, ahora el centro de Lima cuenta con servicios higiénicos que a la vez son testimonio de la apuesta de la ciudad por un concepto que durante muchos años parecía olvidado: mantenimiento. Limpios y muy buen cuidados, usted los encuentra en diversos puntos, especialmente en parques y en estaciones del Metro. Y no se sorprenda si encuentra que dispone de más opciones que en la misma Múnich.

El contraste se palpa por doquier. Me bajé del Metro en la estación Cultura, llamada así por estar al pie del Museo de la Nación, Biblioteca Nacional y el Gran Teatro Nacional, un recinto artístico que impresiona por su modernidad arquitectónica y por sus avances tecnológicos de primer orden. Y a vivir entonces en carne propia ese infierno que es el tráfico de Lima, un infierno que promete empeorar si el Congreso, sin duda obedeciendo a intereses particulares y mezquinos, no cede ante la presión de esforzados, valientes y rectos ciudadanos para archivar una ley que permite la importación de vehículos usados, los fabricados en países donde se conduce como en Inglaterra incluidos. En la Avenida Javier Prado, una arteria principal que cruza la ciudad de oeste a este, y que durante muy pocas horas del día no parece una inmensa playa de aparcamiento, subí a una combi, un híbrido entre bus y camioneta que, a la fecha, todavía constituye el principal medio de transporte público para la mayoría de la población. El municipio ha anunciado plazos para su eventual desaparición porque es fuente espantosa de congestión y contaminación. Si así sucede, y por ser durante muchos años uno de los referentes de la ciudad, muchos la van extrañar, aunque probablemente no los parientes de los muertos que todavía deja en su camino. La que esa tarde tomé sin embargo tenía al volante a un hombre muy prudente que no se amilanaba frente a la congestión vehicular que lo rodeaba. Respetuoso de un edicto del día que prohibía virar a la izquierda para, conforme a las pruebas que posteriormente se hicieron, ahorrar nada menos que tres minutos de un trayecto de aquí allá que en promedio demoraba sesenta, enfiló por un desvío que nos condujo a un embotellamiento descomunal. Avanzábamos ahora a paso de tortuga por la Avenida Arenales, una vía de cuatro carriles en una sola dirección. A ratos el conductor, paciencia personificada, acepta la espera cruzado de brazos. Sentado a mi lado un hombre de mediana edad lucha para no caer en la desesperación. No puede más, se levanta, avanza hacia el volante, dos palmadas sobre el hombro del conductor es la orden de que ahí mismo se bajaba. Múnich, de nuevo:

--. Lo siento señor, no le voy abrir la puerta, no puede bajarse aquí.

--. Tengo que bajarme.

--. Por favor entienda, no puede bajarse, este no es un paradero, y menos un sitio seguro porque estamos en el carril de la izquierda.

--. Usted no entiende, tengo que bajarme.

--. Quien no entiende es Usted, señor. Está terminantemente prohibido, de modo que no le voy a abrir la puerta.

¡Qué refrescante! Ante mis ojos, uno de los principales problemas de esta ciudad -- la incapacidad de gentes en posición de autoridad para imponerla en el día-a-día – en evidente retroceso. Claro, a mí sí me dejó bajar unas cuadras más adelante en el sitio que le pedí y que de paradero nada tenía, pero a esto no le doy ninguna importancia porque ese día era especial para mí -- lo que pedía me lo daban y lo que no pedía, pues también me lo daban.

Lima presenta el rostro de una ciudad en lucha para demostrar que un mejor ordenamiento y un trato más considerado a sus habitantes devienen tarde o temprano en un intangible que no tiene precio: la convivencia responsable y respetuosa de los derechos de todos. La espectacular bonanza económica que en estos momentos la nutre en algún momento llegará a su fin porque China no puede correr todos los años a cien por hora. El bajón entonces es inevitable. Cuando llegue, el reto para Lima y por ende, por el peso económico que tiene, para el país entero, no será mantener fidelidad a un esquema económico que le ha deparado muy buenos resultados. El impresionante crecimiento de su base empresarial no va a permitir que se le abandone. El reto será de otra índole: mantener y fortalecer las mejores formas de convivencia que de a poco asoman y que hasta el momento se plasman en una apuesta decidida por el viaje a una modernidad que luce, por decirlo de esta manera, “muy limeño.” Durante muchas décadas dominada la por el caos, lo que es realista esperar en los años venideros es el imperio de una vorágine mejor organizada. Y está muy bien que sea así porque la ciudad es retrato de un país que, por ser todavía invertebrado, engendra fácilmente la conducta inesperada de sus habitantes. El tránsito por senderos donde la formalidad e informalidad convergen le es natural y le será propio en el futuro previsible. El estimado lector tiene la seguridad de que no se aburrirá si la visita. Múnich está muy lejos. Bogotá y Santiago de Chile también.

El día anterior a mi partida un amigo que es hombre de negocios me buscó en su auto. Íbamos de paseo y le pedí evitar zonas donde el tráfico es infernal. El amigo no simpatiza con la alcaldesa ni con el gobierno y me dice también que nunca había ganado tanto dinero como ahora. Le pregunto por el nivel de la corrupción policial y me responde que de otros hombres de negocios que venden productos a diversas agencias de la policía sabe que es ahora más difícil “aceitar” a sus jefes. Es mucho más efectivo, me cuenta riéndose, organizar fiestas, invitarlos a divertirse con damas. Su relato lo interrumpe el timbre de su celular, es una llamada de larga distancia que tiene que tomar. Intempestivamente un motociclista se cruza en nuestro camino y mi buen amigo no puede evitar darle un leve tope, impulsándolo hacia adelante en un zigzaguear que causa suspenso, si no espanto. ¿Se cae? Felizmente el motociclista es un buen malabarista, mantiene el equilibrio, evita a tiempo la caída, detiene su moto y se baja. Estamos frente a un policía.

--. Un momentito por favor – le dice mi amigo y lo detiene, extendiendo su mano. En la otra tiene su celular, todavía no ha terminado con su llamada de larga distancia pero, persona considerada que es, la prolonga solamente por unos segundos más. El policía en espera, a unos tres pasos de distancia, se acerca a nuestro vehículo.

--. Señor…

--. Sí jefe, mil disculpas, lo que pasa es que me entró una llamada de larga distancia.

--. Señor…

--. Sí jefe, usted dirá…

--. Señor, esto le sucede por usar su celular mientras conducía. Es peligroso hacerlo. Por favor no lo vuelva a hacer. Siga adelante y que tenga muy buen día.

Estimado lector, si visita Múnich y tiene una experiencia similar, pregúntese si tendrá la suerte de encontrarse con un policía tan comprensivo, considerado, amable y generoso.

Jorge L. Daly vive actualmente en Washington DC y en los próximos regresa a residir en Lima.

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