¿Cuantos sabían ya hace un año que el Papa iba a renunciar?
Cada vez que se acerca el final de un papado, la Curia se pone a preparar la sucesión
Existe aún un misterio por desvelar en la renuncia del papa Benedicto XVI, que podría explicar el desencadenarse de las intrigas y traiciones contra su misma intimidad que acabó con su mayordomo, Paolo Gabriele, en la cárcel.
Cada día, en efecto, aparecen nuevas revelaciones de que varias personas dentro de la Iglesia supieron con antelación que el Papa iba a dimitir. Algunos incluso le dieron un año de vida como pontífice. Si esto llegara a comprobarse explicaría mejor que nada todo el terremoto que ha sacudido al Vaticano durante los últimos meses.
Para entenderlo hay que recordar que todos los fines de pontificado han estado marcados por las luchas intestinas de poder dentro de la Iglesia para preparar la sucesión.
“Se llega a obispo con el sueño secreto de ser cardenal y cuando te colocan encima la púrpura cardenalicia ya te empiezas a ver vestido con el blanco del papa”, me confesó un día monseñor Loris Capovilla, que fue secretario personal de Juan XXIII.
Fue él quién me contó la soledad y el abandono en que los miembros de la Curia dejaron al llamado papa bueno, cuando supieron que adolecía de un cáncer incurable en estado terminal. Porque, además, su muerte en pleno Concilio Vaticano II, convocado por él en clave aperturista, daba la posibilidad a los contrarios al Concilio de poder elegir a un papa que le diera carpetazo. No lo consiguieron, pero lo intentaron.
Fue igual con Pío XII, cuya muerte fue ensombrecida por una soledad aplastante, prisionero en manos de sor Pascualina, que lo dominaba todo y había llenado su cuarto, ya casi agonizante, de jaulas con canarios que disputaban sus trinos con la música clásica. Se duda incluso que llegara a recibir los últimos sacramentos porque le ocultaron hasta el final que se iba a morir. Al final, su médico personal acabó vendiendo fotos suyas en momentos de dolorosa intimidad que ningún familiar hubiese querido ver.
Y ocurrió lo mismo con Pablo VI, cuyo final de pontificado fue trágico, porque fueron varios años de inmovilidad de la Curia. Él estuvo encerrado en sí mismo, hasta el punto de que llegó a tener visiones y, después de haber sido un papa abierto y un intelectual moderno, llegó a desempolvar al demonio y al infierno.
Con su sucesor Juan Pablo I fue al revés: los disgustos que le dieron el primer mes de pontificado, dejándolo aislado en una Curia que nunca había pisado, acabaron con su vida y murió a los 33 días, bien de un infarto, bien de algo más químico.
Juan Pablo II supo defenderse hasta el final con la fuerza de su carisma y su gran capacidad de comunicar con el mundo. Hizo hasta lo imposible para vivir sus últimos días fuera del Vaticano, arrastrando sus ya pocas fuerzas por el planeta. “No quiero morir en el Vaticano, me gustaría morir en un viaje” le confió un día a su secretario. Acabó muriendo en Roma, pero trató de evitarlo hasta el final, porque sabía por experiencia lo que significa la soledad de un papa ya en despedida.
Lo sabía también el papa Ratzinger y ha sido él quien ha llevado a cabo lo que se le atribuyó a Celestino V, el primer papa que hace siete siglos lo dejó: “Il grande rifiuto”. Dijo el Papa: “me voy”. Y se está yendo.
Una mañana, en Madrid, casi recién llegado de Roma, en donde yo había sido 14 años corresponsal de este diario, un importante banquero, que además conocía muy bien las finazas vaticanas, me convidó a desayunar y me contó algunas confidencias que había recogido en sus visitas a la Curia Romana que quiso intercambiar con las mías.
Me contó que cuando en Roma se prevé que un papa ya ha dado todo de sí y que difícilmente podrá quedarle mucho de pontificado, “ya nadie piensa en él”. Se empieza a mover la máquina de las apuestas para su sucesión, se crean los grupos de presión y hasta se empuja al papa a hacer un nuevo consistorio para nombrar sus últimos cardenales. Y en esa decisión entran todas las presiones de los curiales para “colocar a los suyos”, un “puñado de votos más”.
Podemos, pues, imaginar, lo que habrán sido estos meses para el papa Ratzinger si es cierto que varias personas ya sabían hace un año que había decidido abandonar el poder. El arzobispo de Palermo, Paulo Gabriele, llegó a decirles a unos empresarios en un viaje a China que el reinado de Benedicto XVI terminaría al cabo de un año. Fue el día 11 de febrero de 2012.
Justo en ese día, fiesta de la Virgen de Lourdes, un año exacto después, Ratzinger hizo su anuncio histórico. Sus enemigos han tenido doce meses exactos para urdir sus tramas e ir preparando al sucesor. Empezaron enseguida a apoyar a un candidato grato para al papa, pero que también a ellos les gusta: el arzobispo cardenal de Milán, Angelo Scola, del que cuentan que lleva justamente un año preparando su candidatura. Es otro Ratzinger, pero campechano: amigo de la “buona vita”, pero profundamente conservador.
El cónclave, sin embargo, es como esas cajas de sorpresas que pueden acabar asombrando con sus magias. Los dos últimos fueron sorpresa absoluta: la elección del papa polaco Wojtyla primero, después de 500 años de papas italianos y la del alemán Ratzinger, a quien un sondeo habría colocado en el último lugar de los posibles papables, después.
¿Habrá sorpresa esta vez? “Todo es posible en los designios de Dios” decía hace días aquí en Brasil un obispo de la periferia. Y para que no faltara el humor, el satírico Agamenón anunció que en este cónclave les estaría prohibido a sus cocineros ofrecer en su menú “carne de paloma”.
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