Sísifo catalán
No hay nuevo guion. Es el de siempre. Las mismas discusiones, las mismas dificultades, incluso las mismas palabras. Con tripartito incluido: esto de ahora ya es evidente que tiene tres patas, tan discordantes como los trípodes anteriores, inestable por definición, sin autoridad presidencial capaz de fijarlo. Y también es evidente que pediremos la luna y terminaremos a ras de suelo, Sísifos catalanes condenados a trasportar la piedra hasta lo alto antes de que vuelva a caer una y otra vez al pie de la montaña.
Estamos en mitad de la recesión más pavorosa que hayamos vivido las actuales generaciones. La Unión Europea se fragmenta y evapora a ojos vista. Nuestro sistema de bienestar social se va cayendo a pedazos. El sistema político que nos ha dado paz, estabilidad y prosperidad en los últimos tiempos se halla carcomido por la termita de la corrupción. Las instituciones, arrastradas por el barro del desprestigio. Y a unos pocos miles de kilómetros las katibas del terrorismo de Al Qaeda asaltan las plantas de gas que calientan nuestros hogares e intentan hacerse con el poder de un Estado entero en el corazón geoestratégico de Africa.
Cuidado, se nos dice, no es una cuestión meramente subjetiva, sino expresión de una voluntad popular expresada en las urnas y que obliga como mandato a los gobernantes. La realización de una declaración de soberanía estaba en el programa de la mayoría salida de las urnas y hay por tanto una obligación de aplicarla.
Bien, bajemos de la estratosfera y atendamos por un momento a esta idea. La teoría del mandato electoral parte de una creencia difícil de sustentar. Y es que las elecciones no sirven para contar con diputados que hagan y voten leyes y Gobiernos que las apliquen y gobiernen, sino que hacen hablar al conjunto de los ciudadanos como si fueran un individuo para dar instrucciones concretas: hacer una declaración de soberanía, por ejemplo. Es el pueblo que habla.
Cabría entenderlo así en los sistemas presidenciales, como el francés o el estadounidense, aunque con la salvedad de que el mandato popular que recibe el presidente puede entrar en contradicción con el mandato popular del Parlamento o sucede con la presidencia francesa de vez en cuando con la cohabitación. Pero no es este el caso de Cataluña.
No lo es a pesar de la presidencialización electoral que funciona en España y de la especial presidencialización catalana, fruto de la huella de Tarradellas y Pujol. No lo es tampoco porque hay varios niveles de elección y de Gobierno, igualmente legítimas, y no en todas las ocasiones arrojan resultados concordantes. Y sobre todo no lo es por los últimos resultados electorales, que fueron una denegación en toda regla de la presidencia plebiscitaria planteada por la campaña de Artur Mas.
Toda la hoja de ruta de la transición nacional debía ser de un tenor totalmente distinto con una mayoría absoluta de CiU y un Parlamento con una mayoría abiertamente soberanista de más de dos tercios, los necesarios para la reforma estatutaria. Artur Mas habría tenido manos libres y mandato electoral. Ahora no tiene ni lo uno ni lo otro. Está en manos de Junqueras y no tiene mandato presidencial para liderar y negociar en nombre del pueblo soberano como pretendía.
Los mandatos electorales solo se podrían tener en cuenta si “reflejaran puntos de vista estables tanto de los electores individuales como del conjunto del electorado”, según señala la autorizada voz de Stanley Kelley en un libro clásico como Interpreting elections. Estamos exactamente en la situación opuesta, en uno de los momentos más volátiles de la vida política de los últimos 40 años, tal como reflejan las elecciones y las encuestas. Y es difícil creer que la medicina ante tanta inestabilidad sea crear más inestabilidad.
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