En el bosque contaminado
El país se encoge a ojos vista. Su producto interior bruto, el consumo, los puestos de trabajo, las empresas, sus servicios sociales, la calidad de su sanidad y de su educación. No hablemos de su prestigio y de su imagen, dentro y fuera, en Europa y en el mundo: rebajado, rescatado, intervenido, ocupado por los hombres de negro. Solo el ruido y la confusión crecen, magníficos ríos revueltos para la pesca de los fabricantes de realidades, los artistas del lenguaje político.
Encoge y se simplifica. La hegemonía del discurso monocorde es prodigiosa. Metidos en un círculo de tiza que pronto será muro maniqueo: nosotros y ellos, la razón y la fuerza, la justicia y la arbitrariedad, el derecho y el expolio, el bien y el mal. Las disonancias son meros matices internos. Nunca el pensamiento grupal había sido tan fuerte y extenso.
No cabe atribuir el mérito solo a los responsables del gobierno, a pesar de que hayan echado el resto. La oposición también tiene su responsabilidad. La del gobierno lo es por acción, pero la de la oposición por omisión. No ha hecho nada. Ni defender algo de su balance de gobierno, ni presentar alternativas, ni criticar con argumentos sólidos y coherentes las políticas del gobierno, ni sobre todo combatir su agenda de ocupación del espacio público.
Quienes debieran oponerse prefieren algún beneficio marginal al que acogerse. Alérgicos al riesgo, apuestan por seguir perdiendo lentamente a imaginar un envite que les pueda dar una victoria por pequeña que sea. Son los reyes del 'status quo'. Con poco se sienten gratificados. No es que no haga nada la oposición, es que no existe: unos se identifican directamente con el poder al que debieran oponerse, otros se conforman con su vieja parcela local en retroceso, mientras otros más solo piensan en el poder que se juega en otra parte.
Así llegamos al desierto actual. Nada peor y más denostado que oponerse radicalmente desde dentro, impugnar el dogma, negar la evidencia indemostrada. Los argumentos están ahí, sólidos, sin usar. ¿No es este el mayor fracaso de la reciente historia? ¿Hay que achacarlo entero y después de tanto tiempo todavía a la herencia recibida? ¿Todo se debe a la malvada acción de ese enemigo exterior secular que jamás ceja en su acción depredadora?
Nadie osa desde dentro. Si alguien intenta deberá hacerlo desde fuera, como una voz alógena. No está tan mal visto sumarse a ese Mordor que suministra cada día munición para nuestras quejas y moral para nuestros combates. Es mejor, o al menos más útil, que mantenerse en la tierra de nadie. Para no hablar de los ilusos que todavía pretenden tender puentes, reconstruir consensos, entenderse de nuevo. Son los más detestados. El negocio está en el conflicto, aunque no terminen de enterarse los tibios y los cobardes. Recibirán subvenciones quienes lo alimenten.
Todo termina en un dilema: callar o irse. Irse es una forma de callar y viceversa, cosas ambas que facilitan la tecnología y la globalización. Así se contribuye al proceso mayor, al empequeñecimiento. Sin esas voces, las que quedan se sentirán más cómodas, podrán campar a sus anchas.
Antoni Puigverd en 'La Vanguardia' ha dado en el clavo de esta pérdida: "Una nación de verdad es inclusiva. Tiene un proyecto común y sabe que existen cosas sagradas que no se ponen en peligro. Una nación de verdad no se construye sobre la negación de una parte de su gente".
El camino es claro. La hoja de ruta, aun con puntos de incertidumbre, sabemos a dónde lleva: cada vez más diminutos en un mundo cuyo centro de gravedad se desplaza y aleja de nosotros. Irrelevantes e insignificantes, pero eso sí libres y felices como pajaritos en el bosque contaminado.
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