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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Pepa: 1812

El próximo lunes 19 se cumplirá el 200º aniversario de la aprobación por las Cortes de la primera Constitución española en Cádiz, la famosa Pepa,así llamada porque vino al mundo el día de san José. El abrupto natalicio se producía cuando España combatía la invasión napoleónica, y de su cumplimiento e incumplimiento se derivó en buena medida que la América de habla castellana se independizara cómo y cuándo lo hizo. Desde las independencias latinoamericanas, que pueden considerarse adquiridas con la batalla de Ayacucho en 1824, hasta fecha relativamente reciente la vulgata de la gesta bolivariana era muy simple. Lo que hoy es América Latina piafaba bajo el yugo español, las revoluciones preindependentistas se habían sucedido a fin del siglo XVIII a la espera de una oportunidad, que llegó con las armas de Bonaparte. En ese 1812 la resistencia del Ejército regular estaba reducida a la isla del León, Cádiz, inexpugnable bajo la protección de la escuadra británica. Y el independentismo americano, siguiendo el ejemplo de las Trece Colonias que se habían convertido unas décadas antes en los Estados Unidos, y la advocación intelectual de la Revolución Francesa, habían librado una larga y cruenta guerra para liberarse de la odiosa metrópoli. La circunstancia de que América se alzara unánime contra Napoleón proclamando su lealtad a Fernando VII no era problemática, porque se argumentaba que haber anunciado las verdaderas intenciones habría sido entonces imprudente, o que de forma natural la autonomía contra Bonaparte tenía que transmutarse sin solución de continuidad en independencia. Pero eso, como ya marcó el camino François Xavier Guerra, solo es fantasía.

La historiografía contemporánea, tanto española como latinoamericana, ha llegado a otras conclusiones. Ni las reformas centralizadoras borbónicas habían podido alejar al criollato de la madre patria, en parte porque apenas habían arañado la superficie del Antiguo Régimen (Dinámicas imperiales, Josep Maria Delgado); ni las revoluciones norteamericana o francesa habían dejado una semilla a punto de germinar. En 1808-1810 América era masivamente fiel a la corona. El personal —blancos y asimilados— se dividía básicamente en tres grandes grupos. Dos minorías: los que sí que pensaban, aunque no lo dijeran en voz muy alta, en la independencia, como posiblemente Miranda y Bolívar; y los que no querían ningún cambio en el statu quo, absolutismo hasta la eternidad; y en medio, un bloque moderado que entendía que el vacío de poder creado por la invasión debía llenarse con amplias facultades de autogobierno de las clases poseedoras americanas. La Constitución de 1812 podía haber dado amplia satisfacción a esa necesidad.

A los constituyentes españoles les dio miedo que la descentralización derivara en separación

La Pepa solo cumplió a medias esa función, como cuando reconoció una representación americana muy inferior en número a la peninsular, y está claro que a los constituyentes españoles les daba miedo que la descentralización derivara en separación. Pero el gran enterrador del imperio fue el propio Fernando VII cuyo único objetivo era restablecer el Antiguo Régimen. Así, la Constitución solo pudo regir hasta 1814 y durante el trienio 1820-1823. En el plazo intermedio se fue produciendo un trasvase de lealtades entre los grupos mencionados, de forma que el autonomismo se hizo independentista e incluso algunos absolutistas comprendieron que aquello no tenía solución. Y el Rey español, al que devolvieron a la plenitud de su mando los Cien Mil Hijos de San Luis, haciendo gala de una astucia o de una malicia —congénitas— había enviado a luchar contra los sublevados a la élite del liberalismo militar, que así se veía en la contradicción de tener que combatir a sus correligionarios en nombre de un monarca anticonstitucional. Si Fernando VII hubiera sido otro, quizá se habría impuesto algo parecido a lo que ya había ideado el conde de Aranda: la formación de reinos americanos encabezados por Borbones españoles y vinculados al trono de Madrid.

Es bien sabido que los futuribles, y sobre todo si se refieren a un pasado que no fue, son inaceptables, pero algunos no carecen de interés. Si Cádiz, 1812, hubiera valido también para América, habría habido excelentes probabilidades de que a Bolívar se le hubiera pasado el arroz sin nada que liberar. España y América Latina tienen hoy mucho que recordar y conmemorar sobre una Constitución que fue canibalizada por la gran mayoría de cartas constitucionales de los nuevos países independientes. Por ello, ese 200º aniversario se celebrará en Cádiz en noviembre próximo con la cumbre iberoamericana, que se pretende que sea la madre de todas cumbres. La política exterior española en América gira en torno a ese eje.

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