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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Licencia para matar

Gracias a Rusia, la vía de la diplomacia se estrecha en Siria y la de la intervención se ensancha

El veto de Rusia al proyecto de resolución del Consejo de Seguridad sobre Siria otorga a Bachar el Asad licencia para matar. No es que este oftalmólogo de aspecto tímido e inofensivo pareciera necesitar muchos estímulos; al fin y al cabo, viendo la trayectoria del padre, bombardear Hama con artillería pesada parece haber adquirido el rango de tradición familiar. Claro que si a una genética tan bien predispuesta hacia los crímenes contra la humanidad se añade el apoyo incondicional de un miembro permanente del Consejo de Seguridad, entonces la gloria dinástica parecería estar más que garantizada.

Sin embargo, que Bachar haya seguido al milímetro el guión familiar de los Asad no le garantiza el éxito. Los tiempos han cambiado, y de qué manera. Por un lado, las poblaciones de la región han visto caer a intocables como Ben Ali, Mubarak o Gadafi. Por otro, la Liga Árabe ha dejado de ser la inoperante caja de resonancia de tiranos que era. Y al mismo tiempo, la amenaza del islamismo ya no es un cheque en blanco para reprimir a la oposición sin exponerse a preguntas incómodas por parte de los vecinos.

Como sus depuestos colegas de la región, El Asad ha confundido disponer de la fuerza con tener legitimidad, ha subestimado las debilidades de su régimen y ha despreciado todas las oportunidades de negociar con la oposición. Ahora es demasiado tarde, y los manifestantes del año pasado, mayoritariamente pacíficos, que entonces muy probablemente se hubieran conformado con un proceso de apertura limitado, se han convertido hoy en rebeldes armados que no tienen nada que perder. Cada vez más, da la impresión de que El Asad y la oposición han unido sus destinos de forma irreversible: uno tiene que desaparecer para que la otra permanezca.

Por eso, aunque ese maestro del cinismo diplomático en el que se ha convertido el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, piense que ha salvado al régimen de El Asad, y aunque El Asad y sus partidarios se hayan lanzado entusiasmados a la calle a recibirle, lo cierto es que el veto ruso equivale al último clavo en el ataúd del régimen sirio. Durante mucho tiempo hemos dudado de si El Asad caería, de si sería arrastrado por la espiral que él mismo ha puesto en marcha y alimentado con su ceguera: ahora estamos convencidos de que caerá, aunque también sabemos que lo hará a un coste de vidas mucho más elevado y, además, dejando tras de sí un caos enormemente difícil de gestionar.

Algún día, esperemos que sea pronto, los ciudadanos rusos exigirán cuentas a sus gobernantes por su defensa de regímenes criminales como el de El Asad. Como toda demostración de fuerza, el veto ruso no es más que una muestra de inseguridad y debilidad. Vez tras vez, Moscú traslada al exterior su inseguridad interior, ofreciéndonos un entendimiento de las relaciones internacionales basada en el miedo a ser marginado. Se ponga como se ponga, la Rusia de Putin es y actúa como una potencia en declive. Las quejas de Lavrov por el “histerismo” occidental contra Rusia no son sino un reflejo del pánico ruso ante el desbordamiento sistemático de su poder y la relevancia global por parte de los emergentes, y especialmente China, que representa un desafío mucho mayor para Rusia (que no deja de ser una potencia asiática) que para la Unión Europea.

El problema es que mientras Moscú no acuda a terapia de desintoxicación de la guerra fría y se comprometa con un orden internacional donde haya límites a la soberanía (algo no muy probable mientras China secunde sin fisuras esa visión), la comunidad internacional se verá obligada a gestionar el caos y los crímenes que se amparan bajo este entendimiento del derecho internacional como garante de la impunidad estatal.

Como ocurriera en el caso de Libia, de seguir las cosas así, nos enfrentaremos a un dilema. La intervención militar, en cualquiera de sus formatos, es y será una pésima opción. Idealmente, la Liga Árabe podría declarar zonas seguras, abrir corredores humanitarios, establecer prohibiciones de sobrevuelo a las fuerzas de El Asad e, incluso, reconocer a la oposición como Gobierno legítimo y armarla. Pero, naturalmente, el régimen sirio no desistirá, sino que recrudecerá la represión y se resistirá a aceptar la injerencia exterior. Al otro lado, la no-intervención representará una opción igualmente pésima, especialmente en una situación en la que la oposición armada sea lo suficientemente fuerte para no ser barrida pero a la vez incapaz de derribar al régimen, lo que redundará en un drama para la población civil al que asistiremos impotentes y que removerá nuestras conciencias. Gracias a Rusia, el camino de la diplomacia se estrecha, el de la guerra civil y la intervención se ensanchan. La factura: a Moscú.

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