Saudiólogos
En los mismos días en que Túnez celebraba las primeras elecciones democráticas en la historia de los países árabes y los rebeldes libios culminaban su victoria sobre Gadafi, incluidos su linchamiento y ejecución sumaria, acaba de producirse un relevo de significado político mayor en otro país árabe, Arabia Saudí. En este caso no es producto de movimiento popular alguno, sino crudo resultado de la acción de la biología sobre una casta real gerontocrática y enferma. El viejo rey Abdalá, nacido en 1923, ha visto morir a su sucesor, el príncipe heredero Sultán (1924), y ha nombrado al príncipe Nayef (1933) como nuevo heredero.
Su pacto con Washington, por el que ha venido suministrando petróleo a cambio de seguridad durante 60 años, se halla prácticamente roto. A Estados Unidos no le interesa depender del petróleo saudí ni que dependan sus aliados, y los saudíes confían cada vez menos en los estadounidenses, tanto en el flanco exterior, frente al Irán nuclear y al Israel de los asentamientos, como en el interno, donde Washington se pone al lado de los revoltosos y de la democracia en vez de la estabilidad y los autócratas como había hecho en el pasado.
El relevo plantea, en cualquier caso, la cuestión esencial de la estabilidad monárquica en unos regímenes que ni siquiera tienen la pauta de la sucesión reglada. En 2006, el actual rey quiso introducir la apariencia de un poco de orden y probablemente evitar que Sultán nombrara libremente a su heredero, y creó para ello un Consejo de la Lealtad para asesorar al monarca en ejercicio en este nombramiento. A pesar de todo, sigue siendo un misterio la organización del poder de la casa de Saud, estructurada como un predio familiar en el que no debe entrometerse nadie.
Los miembros de este Consejo de la Lealtad son, en su mayoría, viejos como cardenales. Pero, a diferencia de los príncipes romanos, los saudíes son prolíficos como conejos, siguiendo el buen ejemplo del fundador del reino y padre de casi todos ellos Abdelaziz ibn Saud. Mientras en China en 2012 va a llegar al poder la quinta generación después de Mao, pautada rigurosamente por la edad biológica, en Arabia Saudí están todavía en la primera, puesto que todos los reyes y príncipes herederos hasta ahora han sido hijos del fundador del reino Abdulaziz bin Saud.
Claro que Saud tuvo 22 mujeres legales de las que se conocen 37 hijos varones reconocidos engendrados en una horquilla de 50 años, sin que cuenten para nada ni las hijas ni las concubinas y los hijos fuera de matrimonio engendrados con ellas. Nadie se ha atrevido, en todo caso, a la maniobra modernista que significaría nombrar heredero a un nieto de Saud de media edad en vez de otro anciano achacoso y rodeado de hijos ansiosos que esperan su encumbramiento.
Los misterios e intrigas del Kremlin soviético y del Zongnanhai posmaoísta quedan cortos al lado del Palacio Real saudí, donde el hermetismo y el secreto son inigualables, el poder es como el de las monarquías absolutas europeas y el rigorismo religioso extremo, aunque naturalmente con la debidas exenciones para la vida privada de los príncipes multimillonarios, que pueden escapar fácilmente de las imposiciones y extravagancias del wahabismo oficial en sus mansiones privadas o en el extranjero.
Una de las claves del éxito saudí en su ejercicio del poder sin control alguno es la incapacidad de los medios de comunicación para penetrar en el oscuro laberinto de la familia reinante, algo en lo que ha sido decisiva la complicidad occidental, pero que inevitablemente obligará cada vez más a intentar romper el muro de incomunicación con que este país se mantiene a resguardo de los efectos de la globalización. Y el primer paso es que cunda el interés y que empiecen a proliferar los saudiólogos, especialistas en desenmarañar estos ovillos de poder como sucedía durante la guerra fría con las intrigas y las sucesiones dentro del aparato del Partido Comunista soviético.
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