Keynes que estás en los cielos
En retrospectiva, que es cuando no hay que probar nada y nada se puede desmentir, vaticinemos que el presidente Obama y sus oponentes tenían que llegar indefectiblemente a un acuerdo; que ni el presidente ni el Partido Republicano que domina la Cámara excitado por el rencor nativista del Tea Party -pronúnciese tipári- podían permitirse el lujo de dejar que Estados Unidos sufriera la primera suspensión de pagos de su historia. Acuerdo ha habido -lo ha votado el Senado- pero de mínimos, y como exige el reality show de la política norteamericana, apenas a unas horas de que el Estado tuviera que cerrar la ventanilla. Se elevaba el techo de la deuda externa y se reducía modestamente el gasto.
La tentación de una bella geometría llevaría a pensar que los dos centros, el republicano del líder de la Cámara, John Boehner, y el demócrata de Barack Obama, cedieron para llegar a una transacción desoyendo a sus alas radicales, el tipári y los liberales del partido presidencial. Pero nada sería más falso, porque el hombre de la Casa Blanca, por pragmatismo, necesidad, o debilidad de convicciones, había aceptado que el debate se instalara en el mejor de los casos en el centro-derecha, y si la facción ultra no consiguió todos sus objetivos -que el Estado hiciera virtualmente las maletas- la izquierda demócrata, que a lo sumo se puede comparar a la socialdemocracia europea, tampoco pudo lograr que se subieran los impuestos a los más acomodados. Los únicos radicales son los primeros.
Es posible, como algunos dicen, que la estridente presión del tipári solo sirva para asegurar la reelección de Obama, porque la opinión no quiera arriesgarse a elegir a un extremista, o incluso a un republicano moderado por el temor a la influencia que sobre su persona pudiera ejercer ese grupo de botarates de la política. Pero lo que sí ha conseguido es desplazar el debate hacia la ignominia, en una especie de maccarthysmo de la etnicidad, porque la circunstancia de que Obama sea negro late apenas bajo la superficie de acusaciones tan infundadas como la de que no es legítimo presidente porque no nació en Estados Unidos o, en el colmo del ridículo, que es socialista. Y, quizá, por ello el líder demócrata se aplica tan denodadamente a demostrar todo lo contrario, como cuando reconocía recientemente que la creación de la Seguridad Social ampliada había contribuido a engrosar el déficit. ¿Y a qué, si no, han contribuido las guerras de Irak y Afganistán?
Las espadas se mantienen, sin embargo, en alto. El acuerdo es solo provisional y tendrá que completarse con nuevas medidas de ahorro antes de fin de año, a cambio de lo cual los recortes sociales han sido relativamente menores, no se ha tocado la Seguridad Social, y sí se ha manoseado el presupuesto de Defensa, pero los tajos llegarán, en especial para las clases medias. El economista norteamericano Paul Krugman escribía el pasado 1 de julio: "Hemos contemplado con horror la emergencia de un consenso a favor de una política de austeridad, y también cómo se convertía en lugar común la necesidad de recortar el gasto, pese a que las mayores economías del mundo están deprimidas. Semejante posición se basa en lo que caritativamente podríamos llamar 'hipótesis especulativa', y no tan caritativamente, ensoñaciones de parte de la élite política". San Keynes que estás en los cielos. Y lo que de fondo se discutía en ese forcejeo era muy simple: más o menos Estado; elegir entre preservar lo intocable, que era lo que hay que suponer que pretendía el presidente, o reducir el Estado a su mínimo funcional, lo que, como promete el neoliberalismo, es posible que favorezca la creación de riqueza, pero está probado que no contribuye a la equidad en su distribución.
En la batalla por la opinión pública todos han pagado el precio de esa prolongada escenografía del acuerdo in extremis. Obama registraba su cota más baja de popularidad, menos del 40%, y el oficio de congresista, de cualquiera de los dos partidos, a ese mismo nivel. La imagen que por ello queda para el elector es la de un jefe del Ejecutivo débil, a remolque de los acontecimientos, y que recorre gran parte del camino para aplacar a sus adversarios, sin que, así, logre tampoco acallar el griterío, pero sí, en cambio, desilusionar a muchos de los votantes que hicieron la diferencia en noviembre de 2008. El Yes, we can no apuntaba en esa dirección.
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