El estado de las cosas
Si uno explica el estado de la nación por el estado de Europa y del mundo, al otro nada le interesa de lo que sucede en Europa y el mundo para explicar el estado en que se encuentra la economía española. Ante la crisis más devastadora desde los años 30 y el reto político más amenazador con que se enfrenta la Unión Europea, lo único que al final interesa a uno y otro es el estado del calendario político, defendiendo uno su derecho e incluso obligación a agotar la legislatura y el otro la necesidad de esas elecciones que deben darle, como un regalo que se obtiene sin esfuerzo, la llave del Gobierno.
Y sin embargo, sí hay una novedad respecto al estado de estos dos actores tan habituados a su intercambio sobre las tablas. El primero no seguirá con su primer papel en la próxima ocasión en que se represente de nuevo esta escena de la nación que revisa su estado. Y el otro se siente y se sabe definitivamente destinado a sustituirle, impulsado por una fuerza que exige pasividad y discreción. Sólo sus errores podrían dañarle, como sería descubrir sus cartas precipitadamente o dejar que se desbordara la euforia desbordante que cunde en sus filas. Por eso, a pesar de esas novedades, uno y otro deben mantenerse impávidos en la ficción: el primero como si tuviera el control de las cosas y del calendario y el segundo como si su destino se jugara en las urnas y no estuviera absolutamente convencido de que se halla ya mecánicamente determinado, como en el funcionamiento de una máquina expendedora.
El estado de la nación es ante todo el estado del calendario. Nada tiene que ver al final con el estado del mundo, pero es precisamente el estado del mundo y no el estado de estos dos viejos actores tan vistos por el público lo que puede torcer y cambiar el calendario. El estado de Zapatero es el de quien quiere despedirse airosamente y el de Rajoy el de quien desea empezar discretamente, por lo que es difícil que en los suyos no se transparenten respectivamente la melancolía de la despedida y el nerviosismo de la inminencia.
Aunque todos los medios de comunicación dediquen sus mejores espacios a esta ceremonia, el estado en que aparece la nación es al final de las cuentas de desconexión del estado del mundo y del estado de la calle, y sobre todo del estado de Grecia, que es donde de verdad se juega el estado de las cosas. Al final, por tanto, todo termina en una nueva exhibición de la capacidad de levitación de las instituciones representativas.
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