Bajo presidencia polaca
La crisis devoradora que mantiene en vilo a la UE nos hace olvidar con frecuencia el punto al que ha llegado la construcción europea. Con la agónica resolución de la crisis de solvencia griega, que amenaza con arrastrarnos a todos, euro incluido, los europeos ya no estamos para nada. Y como a los enfermos graves, todo nos molesta en nuestro lecho de dolor. Esas revueltas árabes que merecen tanto entusiasmo como la caída del comunismo se ven con avara reticencia por las consecuencias migratorias, las exigencias inevitables en apertura de fronteras a sus productos agrarios y el generalizado temor a la mudanza en tiempo de turbación.
Nuestras instituciones, recién remozadas por el Tratado de Lisboa, que entró en vigor en diciembre de 2009, se difuminan en una espesa noche de niebla. Ahí están esas figuras perdidas en la grisalla: el presidente del Consejo Europeo, ese señor belga que tan bien lo hacía cuando era primer ministro, de nombre Herman van Rompuy; esa dama inglesa, lady Ashton, ausente de cualquier reunión decisiva en la que Europa pueda estar convocada; por no hablar del servicio exterior europeo, el mayor cuerpo diplomático del mundo, que ya debe estar a pleno rendimiento pero del que se desconocen hechos y hazañas.
El brillo se ha perdido también en las presidencias semestrales, momento en que los países de mayor tamaño y los líderes con más vocación intentaban enderezar un poco las cosas. El Tratado de Lisboa les restó márgenes para ofrecérselos a los nuevos cargos, pero su cobertura con personas de bajo perfil nos ha dejado descabezados. También han contribuido las presidencias de turno que el azar ha encadenado. La primera, España, justo al entrar en el socavón de la crisis y que culminó su presidencia con la economía bajo tutela desde aquel 9 de mayo fatídico en que llegamos al borde del abismo. Luego Bélgica, que empezó sin gobierno, terminó sin gobierno y todavía está sin gobierno. Llegó en enero el turno de Hungría, con una mayoría absolutísima del partido hipernacionalista Fidesz, que no tuvo más ocurrencia que reformar la Constitución sin consenso y poner límites a la libertad de expresión.
El 1 de julio llega la presidencia de Polonia, siete años después de acceder a la UE y primer gran país entre los nuevos que toma las riendas de esta Europa difuminada. Tiene la dificultad de sus elecciones generales de noviembre. Ahora cuenta con un gobierno pragmático y la oportunidad de enmendar la pésima imagen de los hermanos Kaczynski. Su economía crece (3’8 en 2010). Y es un país profundamente europeo, con vocación europeísta al alza. Su vecino es Rusia, potencia a la que hay que prestar atención en los próximos años. Es bueno escuchar a los polacos, que han sabido reconciliarse con ellos y mezclar pragmatismo con exigencia.
La pasada semana se constituyó en Barcelona el Foro Profuturo, asociación para fomentar las relaciones entre Polonia y España, que presiden Aleksander Kwasniewski y Javier Solana, personajes clave en la integración de Polonia en la UE y en la OTAN, el primero como presidente de su país durante diez años y el segundo como secretario general de la Alianza y alto representante de la UE después. La simetría entre Polonia y España es muy intensa y llena de posibilidades de cooperación. Y por una ironía que todos los diplomáticos polacos conocen transcurre en muchos aspectos por Cataluña, la Polònia de TV3.
Mientras la Europa institucional permanece cubierta por la niebla, la Europa de las sociedades civiles sigue creciendo y construyéndose por debajo. Quizás tendríamos menos dificultades si la sociedad civil europea estuviera más hecha. También es algo de lo que quiso decir Jean Monet cuando aseguró que si hubiera que empezar de nuevo lo haría por la cultura.
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