Lo mejor para todos
Colombia ha estado en vilo desde hace por lo menos dos años. El dilema era si el presidente Uribe podía procurar, tras un referéndum popular, una segunda reelección, luego de que se hubiera aceptado, hace cuatro años, la posibilidad de presentarse a ratificar su mandato original. Por cierto, lo hizo con un 60% y desde entonces, al mantener una popularidad abrumadora, se mantenía viva la tentación re-reeleccionista, que muchos de sus partidarios agitaban con el obvio interés de navegar tranquilos en la marea presidencial.
El hecho es que la campaña política se paralizó prácticamente y el natural delfín del Presidente recién ahora puede salir a la calle a expresar su voluntad de postularse, luego de un pronunciamiento definitivo de la Corte de Justicia. Pronunciamiento salvador, diríamos. Salvador para la democracia colombiana, que vuelve a ratificar su solidez; y para el propio Uribe, quien luego de dos exitosos períodos permanecerá como una opción de futuro y un activo permanente del sistema político, siempre en reserva.
Este tema de las reelecciones se ha tornado grave en nuestra América Latina. Ha de entenderse que no puede encararse la cuestión desde la mirada europea de los sistemas parlamentaristas, más flexibles, en los que el gobierno y sus Ministros pueden caer en cualquier momento. Como bien se sabe, fueron un producto de la lucha democrática contra el absolutismo, ganadora de espacios para una institución parlamentaria que recortaba de a lonjas el poder de las monarquías. Nuestra América nació distinta, a partir de una revolución norteamericana que, al desgajarse de Inglaterra, abjuró de su sistema e instauró un presidencialismo afincado en el liderazgo de sus paladines de la independencia, normalmente generales, que en el mundo iberoamericano llamamos "caudillos". En nuestro espacio geográfico influía tanto el ejemplo del Norte como las actitudes de Fernando VII, expresión decadente de un Imperio en caída.
En las últimas décadas el presidencialismo se ha ido atenuando, con facultades parlamentarias mucho mayores, así como el parlamentarismo europeo se ha presidencializado, a través de una disputa de líderes que desvanece los alambicados sistemas de segundo grado que, originariamente, eran el modo de formar gobiernos. La patología del parlamentarismo fue la inestabilidad, con Italia a la cabeza, del mismo modo que la del presidencialismo es el poder personalizado, con su tendencia al cesarismo.
La verdad es que los pueblos latinoamericanos son bastantes reeleccionistas, al punto que hoy mismo gobiernan cuatro presidentes que volvieron al cargo, luego de pasado un período de vacancia impuesto por sus respectivas constituciones: Leonel Fernández en Dominicana, Oscar Arias en Costa Rica, Alan García en Perú y Daniel Ortega en Nicaragua. Otros cinco han repetido: Lula en Brasil, Uribe en Colombia, Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador y de algún modo Kirchner, que simplemente cedió el espacio a su esposa para que le sucediera.
El problema empieza en que varias de estas reelecciones se incorporaron a la Constitución en beneficio del mandatario en ejercicio, lo que, de por sí, no fue republicanamente saludable, aunque se tratara de gobernantes democráticos. El mismo se agrava de verdad, sin embargo, cuando se entra en el debate de las re-relecciones, que por vez primera fuera planteado por Menem y ahora anduvo en danza tanto en Colombia con Brasil. Felizmente, Lula descartó el intento y en Colombia lo ha hecho la Justicia. Pero en otros lugares, como Venezuela, la reelección se ha hecho indefinida y ello, en un régimen que se ha adueñado de la prensa y avanza abusivamente sobre todos los medios de producción, nos pone ya en el sendero de la dictadura.
La hipocresía que con lógica aristotélica y moral kantiana ha denunciado Moisés Naim, hace que le sigamos aceptando como democracia, mientras dejamos afuera a otros gobierno electos por el pueblo, como es el caso de Honduras. La "realpolitik" quizás lo imponga, pero entonces no sigamos hablando de la comunidad democrática ni de la universalidad de los derechos humanos, que nos deberían sublevar ante una realidad cubana que demasiada gente edulcora con la leyenda negra del antiyanquismo. Razón de más, entonces, para celebrar esta sentencia colombiana, acatada por el gobierno, que ha sido lo mejor para todos.
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