La mujer que maneja la gran excavadora
En Puerto Príncipe se desarrollan dos procesos de limpieza simultáneos: los que retiran escombros de las calles y carreteras y los que trabajan entre las ruinas de las casas y edificios
En el callejón donde yacen los restos de lo que fue la Escuela Tecnológica Sainte Trinité, una enorme excavadora hidráulica de color amarillo blande su pala como quien mueve un florete. El conductor parece empeñado en doblar a golpes y empellones el amasijo de hierros para dejarlos apartados a un lado de la calle. La máquina se mueve hacia delante y hacia atrás con una rapidez insólita para su tamaño y peso, lo que mantiene a raya y alerta a una pléyade de buscadores y curiosos. Esperan a que concluya el trabajo de la jornada para rebañar entre los escombros alguna pieza inservible. No lejos, en el mercadillo que se extiende junto a las ruinas de la catedral, los vendedores saben obtener ganancia de cualquier cosa. El sol se pone detrás de las casas en ruinas creando hermosos claroscuros. Resulta perturbador en medio de tanta desolación.
Cuando la Caterpillar 345D se detiene al fin, posa su pala encogida sobre la calle y apaga el motor, de ella no desciende un musculoso haitiano vestido con una elástica raída de baloncesto, sino una mujer de edad indeterminada ("secreta", según sus palabras) llamada Lydia Félix. El extranjero, algo imprudente, bromea: "Manejando de esa manera la excavadora su marido estará asustado y en casa". Ella se desternilla, pero corrige: "No tengo marido".
Los mirones que seguían las evoluciones no salen de su asombro pues todo el tiempo trabajó dándoles la espalda. "Creo que no hay muchas mujeres que tengan este empleo en Haití. Me entrenaron durante tres meses y llevo 10 trabajando sin problemas. Empecé a remover ruinas al día siguiente del terremoto. Mi casa está bien. También lo están mi hija y mis padres. Sé que he tenido mucha suerte".
En Puerto Príncipe se desarrollan dos procesos de limpieza simultáneos: los que retiran escombros de las calles y carreteras para permitir que fluyan mejor los atascos de siempre, y los que trabajan entre las ruinas de las casas y edificios.
Delante de la explanada de la catedral se combina el uso de una excavadora media con el trabajo manual de decenas de voluntarios armados de picos, martillos y palas embutidos en camisetas con un lema que reza: "Estamos limpiando Haití". El Gobierno (en realidad la ONU a través del Ejecutivo para dar visibilidad a las autoridades nacionales y locales) les paga el equivalente a cinco dólares por día. Los jóvenes dicen que debajo de los escombros debe haber algún cadáver porque el olor es muy fuerte. Algunos llevan mascarilla; otros, ya se acostumbraron a la fetidez reinante, mitad de desperdicios, mitad de aguas estancas. La excavadora arroja en los volquetes piedras, tubos y restos de árboles. El polvo es blanco y molesto.
Lydia Félix no desea revelar su sueldo. Ni salarios ni edades. Son las normas de una mujer con la que no se discute. Trabaja entre ocho y 12 horas todos los días menos los domingos. "Comencé hoy en esta escuela universitaria. Primero remuevo lo que fueron las oficinas. Más adelante será el turno de las aulas. Tendré que tener cuidado porque debajo de esa zona debe haber muchos muertos. En este mes he encontrado 22 cuerpos. Cuando ves uno debes avisar a tus jefes, viene un camión y se lo lleva a una fosa común. También se llama a los familiares. No sé quién lleva las cuentas de los muertos. No pienso mucho en esto. Sólo hago mi trabajo. Espero que la ciudad vuelva a ser la misma algún día".
En la plaza central, donde está Camp du Mars y el palacio presidencial que ayer visitó Nicolas Sarkozy manteniendo una distancia aséptica con la pobreza y los haitianos, unos hombres sudorosos se desloman por montar un escenario contrarreloj. Ahora se afanan con las poleas para subir los altavoces. "Esta noche tenemos un gran concierto. Todo bandas de música. Busca una buena chica y ven a divertirte", dice uno se ellos. No será como el célebre Carnaval de Puerto Príncipe, sino algo más modesto y ajustado a las circunstancias. Es la fiesta por el final de los días de duelo y de luto oficiales y es que esta gente, tan habituada a sufrir y a no esperar milagros de sus políticos, y menos aún de los de fuera, empieza a tener unas inmensas ganas de volver a reír y bailar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.