Atrapados
Todo tiene además un cierto aire trágico. Este buen hombre, premio Nobel de la Paz, que tantas ilusiones ha levantado, manda a la guerra a sus jóvenes compatriotas, esos cadetes tan frágiles como él que le aplauden en el anfiteatro de West Point. Los gobernantes de nuestro mundo, bajo la apariencia de una normalidad mediática, siguen siendo figuras desgarradas que deciden sobre la vida y la muerte y se ven arrastradas por los vientos de la historia. Al fin ha actuado como el comandante en jefe, este papel tan exigente y exigido por los electores con el que se compone la figura presidencial.
Nada se hace que no tenga abundantes referencias históricas comparativas, que a veces pesan como losas sobre las decisiones de quienes se ven agobiados ahora por el fantasma del eterno retorno: Afganistán repite a Vietnam pero también se repite a sí mismo en relación a la Rusia y a Reino Unido, y remotamente incluso a Alejandro Magno. Las decisiones se toman después de estudios exhaustivos y de cálculos sofisticados, se diría que hasta agotar el margen de indeterminación. Pero al final todo dependen de un azar incontrolado o lo que es peor de una mala apreciación de principio de la entera realidad.
Se diría que el mundo no tiene remedio, que ninguno de estos dirigentes que nos hemos dado con nuestras democracias puede ser capaz de evitar que las cosas sigan siendo como han sido siempre en su repetición tediosa. Pero ellos, en cambio, siguen tomando decisiones con todo el optimismo, con la esperanza seguramente vana de que las leyes cambian la realidad, las órdenes presidenciales mueven el mundo y la voluntad sostenida de sus gobiernos consigue enderezar el rumbo torcido de las cosas.
Hay momentos en que parece que nadie conduce nuestro mundo. En la era Bush era peor. Había conductor y una dirección clara: el abismo. Ahora hay buena voluntad e incluso buena gente, pero es dudoso que los medios de que se dispone sirvan para los objetivos que se buscan. El resultado es la indeterminación y el caos, corregidos de vez en cuando por alguna jugada suelta que resulta acertada. Si fuera el caso con Afganistán, Obama se aseguraría ocho años de presidencia y un lugar destacado en la historia del mundo. En caso contrario corre el riesgo de situarse entre Johnson y Carter, presidentes también demócratas a los que la seguridad nacional les ganó el pulso y les rompió la muñeca.
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