Democracia es comer como nosotros
En Afganistán, Occidente llama democrática a una votación en la que la principal irregularidad es la pobreza
Winston Churchill dijo que EE UU y Reino Unido eran dos países separados por un mismo idioma. Sucede también con los padres y los hijos; los hombres y las mujeres. Desde las palabras se pueden crear malos entendidos que después generan enfrentamientos, divorcios, fracasos políticos y guerras. En Afganistán, por ejemplo, Occidente llama democracia, y la celebra como un éxito, a una votación en la que la principal irregularidad es la pobreza que padecen sus habitantes, gentes valerosas que por el hecho de acudir el jueves a un colegio electoral se han jugado una porción de su vida, porque el resto de la vida se la juegan a diario.
Estas elecciones en un país en el que el 50% de los varones y el 85% de las mujeres son analfabetos no se pueden llamar libres ni justas porque la libertad nace del conocimiento y la capacidad de elección. Para disponer de una democracia como la nuestra hay que comer como nosotros. O desplazar levemente la muñeca de la mano derecha o izquierda por las mañanas -o por las noches, que sobre gustos no hay nada escrito, dicen- y que salga de la ducha un largo, agradable y cálido chorro de agua potable y no tener que caminar horas por caminos polvorientos y peligrosos en busca de un líquido insalubre, como sucede en muchas aldeas afganas y en casi toda África.
Cuando todo gira en torno a la pobreza, al acto agotador de sobrevivir a cada segundo de la existencia, no hay tiempo para la educación, la cultura y el ocio. Democracia no es todo lo que sale por nuestras televisiones.
Da la impresión de que el proceso electoral afgano está dirigido más a calmar las opiniones públicas occidentales que podrían empezar a preguntar por el uso dado en este país al dinero de sus impuestos: 64.000 millones de dólares en ocho años de los que un 14% ha llegado a los verdaderos afganos, y por los soldados muertos: 1.300 desde 2001. El precio es altísimo y los errores numerosos, como en Irak. Se blande cuando conviene la corrupción para señalar al Gobierno corrupto de Hamid Karzai, pero se olvida la larga lista de empresas y contratistas occidentales que están haciendo su agosto en cada guerra por la libertad que se libra en el mundo. ¿Para cuándo una investigación sobre los nuevos Halliburton?
Churchill y las palabras que separan y generan conflictos y ocultan la realidad. No somos los únicos con problemas en el lenguaje. Los afganos, por ejemplo, han tardado muchos años en comprender que a los que se llamaban reverencialmente señores de la guerra, como si fuera un título nobiliario, no son más que unos vulgares criminales y narcotraficantes que deberían estar presos en La Haya. En lugar de la cárcel es muy posible que acaben de nuevo en el Gobierno o en sus aledaños, que también engordan.
Todo lleva su tiempo, ellos necesitan el suyo con las palabras; nosotros, el nuestro para intentar corregir errores que se repiten. En Afganistán se han perdido ocho años. Toda la estrategia, si es que alguna vez la hubo, estaba equivocada. No solo se han desperdiciado tiempo, dinero y vidas (de civiles sobre todo), sino que también se ha perdido prestigio. Ya no somos inocentes, si es que alguna vez lo fuimos, ahora somos parte del conflicto.
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