Genealogía de la tortura
A pesar de Bush, el presidente que quiso legalizar la tortura, ésta tiene pocas raíces en la tradición penal norteamericana. De ahí las curiosas argumentaciones que vemos esos días sobre los orígenes de determinadas técnicas para arrancar confesiones, que el grueso de los neocons se empeñan en considerar como meros interrogatorios especiales, diseñados para tratar con los terroristas más peligrosos. Según estas teorías, los tormentos que se aplican para sonsacar la verdad a los sospechosos de terrorismo se inspiraron en los utilizados por los interrogadores comunistas chinos con los prisioneros americanos durante la guerra de Corea. A partir de estas experiencias, el ejército norteamericano incorporó, al parecer, un entrenamiento destinado a preparar a los soldados a superar estas torturas sin proporcionar información al enemigo, los llamados SERE (Survival, Evasion, Resistence, Escape programe).
Es realmente increíble que alguien pueda sostener sin ruborizarse que insultar a los prisioneros, someterlos al waterboarding (ahogamiento a intervalos por agua), obligarles a permanecer desnudos, mantenerles en posiciones forzadas e incómodas durante largo tiempo, el aislamiento prolongado, la privación de sueño, la humillación sexual y los ejercicios exhaustivos, no son formas de tortura. Todo esto es lo que se les hace a los soldados, marines en concreto, que siguen este tipo de entrenamiento SERE. El objetivo es incrementar su resistencia, sobre todo física; pero no es lo mismo aplicar estos tormentos repugnantes a los propios soldados que hacerlo con un enemigo al que se quiere extraer información. Siendo un atentado contra la dignidad y los derechos de las personas en los dos casos, en el segundo es mucho más grave, pues quien los sufre desconoce cuáles son los límites hasta dónde puede llegar el interrogatorio y se halla totalmente a merced de sus interrogadores. A la hora de defender la legalidad de estos tormentos, Donald Rumsfeld, secretario de defensa con Bush, llegó a decir que no se entendería que los terroristas recibieran un trato mejor que el que se les da a los marines norteamericanos en los entrenamientos.
Ésta no es la única teoría acerca de los orígenes de la tortura, ni la única que se inspira en la teoría del mimetismo norteamericano. Respecto al waterboarding, tormento consistente en ahogar al prisionero tirando agua sobre su rostro tapado con una toalla o dentro de la boca con un embudo, se ha documentado que el ejército norteamericano lo aprendió en Filipinas hace cien años, donde era utilizado por los españoles desde los tiempos de la Inquisición. En todas estas especulaciones, que contienen sin lugar a dudas algún fundamento, hay una especie de tópico subyacente: que de la nación excepcional que es Estados Unidos no puede salir algo intrínsecamente perverso, lo que no es el caso del negro imperio español o del siniestro mundo comunista. El mal originado primero en el mayor enemigo del siglo XIX y luego en el del siglo XX se habría colado así en el imperio del bien, por el mimetismo suscitado al entrar en contacto para combatirlo.
Este cuento maniqueo, implícito en algunas explicaciones que se han oído estos días, tiene la ventaja de que también vale para nuestros tiempos: el deslizamiento de los Bush y sus neocons se explicaría así por la contaminación del terrorismo de Al Qaeda. De ahí que sólo hay una forma actualmente para disociar claramente la tradición penal norteamericana de la legalización de las torturas, y ésta es que ahora, después de su tajante prohibición presidencial, quienes intentaron legalizarla, ordenaron su aplicación y la pusieron en práctica sean sometidos a la acción de la justicia.
Obama parece estar dispuesto a dejar el camino expedito para que así suceda, aunque no quiere manifestar entusiasmo alguno y desea excluir de las responsabilidades a los agentes que realizaron los interrogatorios, para centrar la petición de responsabilidades a los políticos que dieron las órdenes y a los juristas que firmaron dictámenes autorizándolas como legales. Su posición, más pragmática que ideológica, se debe a conveniencias políticas: no quiere enemistarse con la CIA ni aparecer como el inquisidor que armó una causa general contra Bush. Pero no lo tiene fácil: incluso los torturadores saben que no pueden acogerse a la obediencia debida, concepto excluido como eximente en la tradición jurídica que empezó en Nuremberg, y que su única defensa sólida se centra precisamente en argumentar, por increíble que parezca, que todos estos tormentos son técnicas perfectamente normales y legales, de forma que a un interrogador no puede pasarle por la cabeza que está realizando una acción execrable y prohibida por la legislación norteamericana e internacional.
El debate perverso sobre los límites de la tortura, que empezó precisamente cuando Bush declaró la Guerra Global contra el Terror, todavía no ha terminado y va a magnetizar de nuevo la vida política de Washington, en este caso para desmontar la construcción heredada y arrancar esas raíces que ya han prendido en la tradición jurídica norteamericana.
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