En crisis: los augures
En la primera fase había un problema de visión. Una gran parte de los responsables políticos y económicos decidieron apuntarse a la ceguera voluntaria. O a las minucias técnicas sobre el significado exacto de las palabras: crisis, recesión, depresión… El resultado es que no la vimos llegar y nos pilló mal preparados e inadvertidos, pensando en otras cosas. En esta fase actual, nadie discute lo que ya es una evidencia: una crisis financiera que desemboca en una recesión global, de la que nadie se escapa, y cuya profundidad y duración nadie es tampoco capaz de adelantar. Todos los pasos de este doloroso itinerario son delicados, pero algunos lo son todavía más: estamos en uno de ellos, cuando empiezan a aparecer signos contradictorios que suscitan interpretaciones dispares sobre el final del túnel.
Algunos bancos norteamericanos han regresado modestamente a los beneficios; la construcción, el consumo y la vivienda dan leves signos de recuperación en Estados Unidos; los programas de estímulo están dando algún resultado en distintos países; hay leves síntomas de recuperación en Francia y Alemania. Muy bien: hasta aquí la serie positiva. La otra: los diagnósticos de los sabios más sensatos y acreditados, nos señalan que todo esto no son más que leves indicios, todavía prematuros, pues estamos ante una recesión muy larga y severa, de la que probablemente estamos conociendo tan sólo las primeras fases. Así suelen ser las recesiones cuando están asociadas a una crisis financiera, que no ha sido todavía purgada, y cuando se produce de forma sincronizada en todo el mundo.
Este es el diagnóstico del informe de primavera del Fondo Monetario Internacional, cuyo adelanto ha sido presentado esta semana, como preparación de la reunión semestral del 25 y 26 de abril, otro momento especialmente interesante para entrar en detalles en el diagnóstico de la crisis. Los economistas y sobre todo quienes se hallan en las instituciones independientes, tienden a realizar los diagnósticos más severos: no sufren los condicionamientos de los políticos; pero tienen a veces otro condicionamiento, no menos perverso, como es el de seguir la inercia de sus teorías y visiones del mundo. Tampoco ellos supieron ver cómo llegaba la crisis, porque se aferraban a los esquemas que tanto les habían servido los últimos 30 años; y ahora en cambio son los más pesimistas, porque no quieren equivocarse de nuevo.
De los políticos llegan, en cambio, los augurios menos sombríos, no siempre basados en datos positivos –que son ciertamente escasos y sobre todo prematuros- sino en la necesidad de dar por buenas las medidas adaptadas hasta ahora y sobre todo levantar el ánimo de los ciudadanos. El discurso de esta semana de Obama en Georgetown es un buen ejemplo, en el que se combina la pedagogía sobre la crisis, la explicación sobre las políticas de recuperación y el análisis sobre los primeros resultados positivos, con la dosis de realismo que le permita cubrirse las espaldas ante acusaciones de optimismo excesivo e incluso precipitado.
Cada uno está en su papel, a veces de forma excesivamente estridente y descoordinada hasta el absurdo, como ha podido verse en España en las contradicciones entre el gobernador del Banco de España y el ministro de Trabajo. Pero no está nada claro que la disonancia sirva a los ciudadanos. Si la ceguera inicial impidió prepararse para la crisis, la disparidad de augurios actuales puede conducir a la desorientación. Y nada hay peor que sociedades desorientadas, porque es el paso previo al pánico. Recordemos de nuevo la célebre frase de Roosevelt en su discurso de toma de posesión en 1933, en plena Gran Depresión: sólo hay que tener miedo al miedo. Una era de pánico sería todavía peor que una era de codicia como la que la ha engendrado.
(Recomiendo vivamente, en todo caso, estos dos excelentes documentos para entender lo que está pasando que son el informe del FMI y el discurso económico de Obama.)
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