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Ritos ancestrales para el perdón

La comunidad indígena de los kamsá celebra al sur de Colombia un colorido carnaval entre lo pagano y lo religioso para purificar la vida

Hugo Jamioy baila al ritmo de la melodía de su flauta. Viste con cusma (manta) y con un sayo (poncho). Sobre su cabeza luce una corona de largas cintas de colores que brincan sobre su espalda. Parece ensimismado, como si bailara solo, pero se mueve en medio de cientos de kamsá (comunidad indígena), como él, en el rito que los une todos los años el lunes anterior al miércoles de ceniza: el carnaval, la fiesta del perdón, el año nuevo, porque coincide con el comienzo de un nuevo ciclo en las cosechas.

La fiesta empieza con la marcha de la comunidad desde las afueras de Sibundoy, población en el valle del mismo nombre (corredor entre los Andes y la selva, al sur del país), hasta el parque central para recibir la bendición en la iglesia. Unos tocan la armónica, otros el rondador (instrumento popular), otros hacen sonar sus collares de semillas o tambores. Las mujeres van envueltas en sus coloridos rebozos. Unos llevan coronas de plumas "para recibir la energía de las aves"; otros, pieles de animales sobre sus espaldas.

Hugo es poeta y explica a los extraños lo que piensan mientras bailan: "Se hace una revisión de la vida; se recuerdan momentos de alegría, de tristeza. Si alguien que ha muerto viene a la memoria, uno canta, para uno mismo, versos nostálgicos".

Si entre la multitud aparece alguien al que no han visto en mucho tiempo, llega la "inspiración para acercarse". Puede hacerse con palabras: "Ahora que tenemos vida tenemos que alegrarnos", o sacando un sonido distinto a los instrumentos.

Al frente, abriendo camino, con su máscara roja y tocando una campana, avanza el matachín, mëtëtsën, en lengua nativa. Representa el arco iris, el amo del carnaval. Él les enseñó la melodía del carnaval. "Cuando bajó del sol, recogió el arco iris a la espalda", explica Hugo. Cuando estuvo junto a los abuelos les enseñó también que los kamsá, sabios en el conocimiento de las plantas medicinales, son un pueblo unido. Lo recuerdan cada año en estas fechas. Llegan de todos los rincones del país.

Sacrificio

Entre la multitud bailan también los saraguayes, con sus túnicas blancas y rojas, y sus coronas repletas de dorados y espejos; son una burla al blanco por su búsqueda insaciable del dorado…. Y los San Juanes: seis hombres con túnicas y máscaras negras que representan la imposición del hombre blanco que llevó a muchos nativos a ahorcarse. Ellos son los encargados, en la tarde, de sacrificar un gallo que cuelgan con cuerda de un inmenso panel tejido en palma.

En la iglesia, las autoridades indígenas se sientan en el altar como si fueran sacerdotes de la misa concelebrada. El obispo bendice sus varas de mando; ellos le entregan ofrendas: pan, fuego, dinero, huevos, maíz... Cuando termina la ceremonia retumban muchos instrumentos tocados al unísono. "Resuena ese sonido y se siente uno en libertad", comenta Alejandra Chaymá.

Lo más hermoso es el rito del perdón; se pide al taita Dios en el baile alrededor de la Cruz, en la mitad del parque. Y se pide en las casas que se visitan, hasta el amanecer del otro día, sin parar un minuto de bailar. Para Hugo, lo que ocurre es grande, propio de los seres humildes: "Primero yo reconozco mi culpa y el otro también asume su responsabilidad". En cada casa el dueño da la bienvenida con abundante comida y bebida: mute de maíz, carnes de distinto tipo y chicha (bebida de maíz fermentado). El carnaval también es símbolo de abundancia.

Salvadora, con 94 años surcando sus arrugas, refleja con una sonrisa el orgullo que siente de ser india: "Bailo para reconocerme hasta la última gota de sangre; mi camino ya se acerca". Jóvenes y viejos repiten una y otra vez: "Si Dios me da vida, el año entrante, volveré a esta fiesta". El carnaval se vive también, año tras año, como una despedida.

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