La superbowl de los demócratas

La marca política más potente del mundo de un lado. La mayor esperanza desde los tiempos de John Kennedy del otro. Un combate americano, entre dos formidables candidatos, ambiciosos, luchadores, dispuestos a pelear hasta la extenuación. Son las primarias del Partido Demócrata, antes de este martes en el que todo se puede decantar. El propio David Axelrod, el asesor electoral de Obama, reconoce la fuerza de esta marca, que tira de la población latina y femenina y convoca también a trabajadores y afroamericanos. En el equipo de Clinton se observa asimismo con preocupación la pegada de Obama, que empezó como el perseguidor y llega al supermartes casi en pie de igualdad con Hillary. Tiene la ventaja del challenger: un resultado indeterminado o de empate en número de delegados es una victoria, de forma que para Clinton sólo vale una barrida en número de delegados que la sitúe en puertas de la nominación.

No hay simetría en estas primarias. El combate que libran John McCain y Mitt Romney en el campo republicano nada tiene que ver con lo que sucede en el campo demócrata. La pasión está en la disputa entre Clinton y Obama. También los ‘corazones partíos’, demócratas que se convierten en votantes indecisos entre Clinton y Obama, seguidores de Hillary de toda la vida que se pasan al joven senador de Illinois. Es una pasión que desborda las fronteras partidistas e invade a toda la sociedad, incluido el propio campo republicano y penetra en las familias. El New York Times hacía ayer sus listas de familias famosas divididas. Escoger entre Clinton y Obama es una afición popular como apoyar a los Giants o a los Patriots en la superbowl que se jugó el domingo, en plenas vísperas del supermartes, o como siempre, optar entre Pepsicola Cola y Coca Cola. Así como las distintas opciones de los republicanos parecen ajenas a los votantes demócratas, no es éste el caso de la elección del candidato demócrata. En los estados donde está permitida la participación extrapartidista en las votaciones, esta elección moviliza a los electores independientes e incluso a los republicanos con unas cifras de participación excepcionales.

Las primarias demócratas son riquísimas, llenas de segundas opciones. Muchos son los que votan por Clinton pero no les importa que gane Obama y viceversa. Y todos reconocen el valor y las propuestas del candidato demócrata John Edwards, que ha quedado apartado por la fuerza de sus dos rivales. Los republicanos, en cambio, hacen votos para que se repitan y amplíen los episodios de acritud entre los dos demócratas, en los que ha sido decisiva la participación del ex presidente Bill Clinton. En el momento en que perciben cómo la oleada de entusiasmo demócrata penetra en su propio campo, es lógico que deseen y fomenten la guerra civil entre sus adversarios. Pero donde reina la división y el caos es en el campo republicano, donde la única apuesta seria por el senador McCain produce auténticos sarpullidos entre los más radicales, que no perdonan su juego independiente frente a Bush, en cuestiones sobre todo como la autorización para torturar a los sospechosos de terrorismo.

Los tertulianos extremistas Russ Limbaugh y Ann Coulter, los equivalentes norteamericanos de Jiménez Losantos y Cristina Schlichting, atacan a McCain hasta el punto de expresar simpatías por candidatos demócratas. Karl Rove, el mago electoral de Bush, ha tenido que salir a desmentir el estado de ruina del partido republicano en Newssweek, con un artículo que ha titulado “¿Estallido? No tan rápido”. Rove fue el constructor de la coalición conservadora que llevó a George Bush a repetir mandato en 2004 con la cifra más alta de votos jamás recogida por un presidente, 62 millones aproximadamente, y confiaba en que su edificio se convertiría en una sólida construcción para 40 años más de hegemonía conservadora, al estilo de lo que consiguió Roosevelt. Ha sucedido exactamente lo contrario, y quien intenta ahora lanzar un proyecto transversal, que consiga unir a los americanos detrás de una propuesta de cambio, esta vez a la izquierda, es Obama. La marca Clinton significa todo lo contrario de lo que ha sido Bush. Pero Obama, en cambio, va más lejos y propone un nuevo comienzo, una nueva ilusión y la superación de la polarización entre conservadores y liberales.

Frente a la atonía de la campaña republicana, el tono y la intensidad de las primarias demócratas, con la cruda opción entre situar a un negro o a una mujer en la Casa Blanca, pertenecen al rango de los grandes acontecimientos históricos, que marcan a quienes los protagonizan y se inscriben luego en la leyenda. La presencia de Obama sitúa la elección en el terreno de la personalidad e incluso de la biografía, presentada como programa político. Muy pocas cosas separan a Clinton de Obama: el senador de Illinois es el único que encarna la profundidad de una nueva apuesta, pero las propuestas políticas sólidas y la garantía de la experiencia vienen de Hillary. El senador negro de Chicago significa que Estados Unidos cree en su capacidad de generar un líder de la nada. Es la audacia de la esperanza. No se sabe muy bien si Obama es un hombre de fe, en el sentido en que Bush pretende serlo. En un país donde nadie puede desmentir sus creencias y buenos hábitos religiosos, la pregunta sobre la autenticidad de la fe de cada candidato queda fuera de lugar. Pero lo que sí es Obama es un hombre que quiere generar fe y esperanza entre sus compatriotas, después de estos siete años arruinados por la guerra de Irak, las limitaciones de las libertades, la mala imagen de Estados Unidos en el mundo y una economía corroída por el déficit público.