Una carta de Norman
Semana intensa en Madrid, ciudad abierta de pronto a todos los vientos del mundo. Ahí están, junto a la puerta de Alcalá, uno detrás de otro, los primeros ministros de Japón y de Holanda, el presidente de la República francesa y la secretaria de Estado norteamericana, quién da más. Por un momento parece que hemos olvidado a De Juana y a Fabra, a Miquel Sebastián y a Esperanza Aguirre, que los tufos de nuestro patio de vecinos se han volatilizado gracias una súbita bocanada de oxígeno. Esta semana hemos hablado del cambio climático y del escudo antimisiles, de la cooperación política mediterránea y de las reformas institucionales que hay que introducir en la Unión Europea. Pero por poco tiempo. Nosotros a lo nuestro, e incluso las cosas de fuera que pasan dentro debemos leerlas en estricta clave del pequeño mundo de nuestras miserias.
La política exterior nunca ha despertado grandes entusiasmos en España. No se vive tres siglos de espaldas a Europa en balde. Quedan siempre unos reflejos, unas reticencias y desconfianzas. Los tropismos hispánicos no buscan el aire libre, los grandes espacios, y nos conducen a la cocina y a los retretes, donde se respiran los aires enrarecidos. Franco consiguió la perfección en la práctica de esos vicios españoles. No había todavía jurisdicciones internacionales que disuadieran de viajar a ningún déspota, pero el dictador no salía fuera del territorio español (creo que fueron dos y muy cortos, uno para ver a Mussolini y otro a Oliveira Salazar los únicos desplazamientos que hizo). La ineptitud o el desinterés de nuestros políticos de primer nivel por los idiomas es otra buena muestra de esta cerrazón secular.
Se me dirá que todo esto ya es agua pasada. Pues a mí me suena a substrato muy vivo de nuestro presente. Apenas hay cuestión internacional capaz de inhibirnos de los porrazos domésticos. No es una cuestión de proporción, sino de exclusividad. Todavía recuerdo los reproches que tenía que oír Felipe González cuando dedicaba tiempo y energías a nuestros asuntos exteriores y en particular europeos, no tan exteriores por tanto: era escapismo, servía para no hablar del gal, filesa, malesa y time sport. Aznar le llamó pedigüeño cuando obtuvo el mayor paquete de fondos estructurales europeos de la historia, en una buena muestra de lo que puede llegar a ser el españolísimo orgullo. Esta semana Zapatero ha probado algo de este brebaje: ahí le tenemos hablando del ancho mundo para descansar por un momento de la enojosa derrota en Madrid o de la difícil geometría de alianzas en Navarra, y así esconder la cabeza bajo el ala de un resultado que sus regocijados adversarios quieren interpretar como anuncio de su futuro desalojo de la Moncloa.
Entre todos los reproches, brilla por su patetismo el que presentan a Zapatero y Moratinos como alumnos castigados de cara a la pared por la maestra Rice, digna y altiva, cargada de razón y de paciencia. Nunca una administración americana había sufrido una mayor erosión en su imagen internacional. Nunca la autoridad de la Casa Blanca se había visto más contestada y discutida. Nunca había sido más evidente la debilidad de un presidente cuyas ideas básicas en política exterior han quedado destruidas por la realidad demoledora. El intercambio de reproches sin contemplaciones entre Condi y Moratinos el viernes es también una buena muestra de cómo están las cosas: aquí y allí. Tiene derecho Rice a la franqueza. Moratinos creo yo que tiene además la obligación. Y que conste que, a mí personalmente, no me gusta la política española hacia Cuba y estoy más cerca de quienes creen que es demasiado condescendiente con el régimen castrista que lo contrario. Pero las lecturas de cartilla a estas alturas ni sirven ni valen. Preferiría que Estados Unidos fuera igual de exigente con Cuba de lo que lo es y ha sido con China, Arabia Saudí, Egipto, Jordania y Pakistán. O que lo hubiera sido con Rusia durante interminables años de idilio y de ceguera.
Entre toda la agitación periodística de la semana no quiero destacar ni un artículo ni una frase, sino una carta al director, que sale hoy mismo en El País y que no voy a direccionar con un enlace sino a reproducir directamente. Su autor, buen amigo mío, es un ciudadano norteamericano, profesor emérito de sociología de Georgetown (la misma universidad donde Aznar ha hecho de profesor invitado), excelente comentarista político, que sigue con atención la política europea y publica sus artículos en The Nation y en el mismo El País. Tiene 81 años, un dato que hay que tener en cuenta al leer el texto, que lleva a las mil maravillas, y tiene una conversación amena y aguda y un caústico sentido del humor. Le ví en Madrid el jueves y me anunció que mandaría la carta al director al día siguiente. Y dice así: “Al visitar España al mismo tiempo que nuestra distinguida secretaria de Estado, he quedado muy impresionado por su enérgica posición sobre los derechos humanos en Cuba (sin contar Guantánamo, por supuesto). Sin embargo, estoy seguro de que padezco dificultades de memoria, sin duda a causa de la edad. Sí recuerdo a su predecesor Alexander Haig declarar que el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 era, simplemente, una cuestión interna española. Pero no puedo recordar el nombre del secretario de Estado norteamericano que visitó al generalísimo Franco, le planteó la cuestión de la libertad política, y que también se reunió con la oposición española al régimen falangista. Quizá algún lector pueda ayudarme”.
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