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CORRUPCIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El corrupto traiciona su condición humana. ¿Por qué caen tantos políticos en la trampa?

La persona que se corrompe renuncia a la posibilidad más elevada que ha propiciado la cadena evolutiva: elegir conscientemente el bien cuando se tiene a mano el mal

José Luis Ábalos

Una de las características de la corrupción en nuestro país es su diagnóstico prevaleciente. Los análisis dominantes suelen atribuir esta plaga a factores institucionales: controles laxos, partitocracia, ineficaces mecanismos de supervisión y transparencia, etcétera.

Si bien es cierto que una arquitectura jurídica débil actúa como caldo de cultivo para las malas prácticas, centrar ahí la etiología del problema es, a mi juicio, un reduccionismo que impide ver la raíz del fenómeno. Por ello, he propuesto desde hace algún tiempo cambiar el foco del análisis; la pregunta correcta debería ser: ¿qué hace que tantas personas con importantes responsabilidades públicas traicionen con soberbia y descaro el pacto social? Se suele responder que es la falta de educación en valores. Pero si uno observa con atención los discursos éticos predominantes, constata un consenso generalizado en la ciudadanía y en la clase política en torno a los tres valores prosociales básicos para la convivencia democrática. La inmensa mayoría de nuestra sociedad y de nuestros líderes asume que: 1. Está mal aprovecharse de una posición de poder para beneficio propio; 2. Todos debemos respetar, por igual, la ley; y 3. Los responsables públicos deben trabajar únicamente por el bien común.

La regla de oro de la reciprocidad (“no hagas a la sociedad lo que no deseas que otros le hagan”) sigue, por lo tanto, plenamente vigente en nuestro imaginario moral colectivo. El problema no es, entonces, que los corruptos ignoren cuáles son los valores que ellos mismos suscriben, ni que el político que roba o delinque no sepa el daño que está infligiendo a los siempre limitados recursos de su país y, por tanto, a las pensiones de los mayores de su familia, a los hospitales y escuelas que sus allegados y amigos tengan que usar o a las carreteras que él mismo frecuenta, por poner algunos ejemplos. La raíz se halla, más bien, en otro lugar: a pesar de su alta formación académica y cualificada experiencia profesional, estas personas no sienten motivación suficiente para vivir conforme a tales valores. No desconocen los tremendos perjuicios que su mala praxis provoca, sino que sienten apatía para esquivar las tentaciones. A este fenómeno lo llamo desmotivación moral.

Corromperse significa deshacerse, pudrirse, dejar de ser lo que se es. En consecuencia, permitir corromperse es contravenir la propia identidad humana. De ahí que mi diagnóstico sea que quienes se corrompen lo hacen a causa de su analfabetismo antropológico: no han desarrollado suficiente comprensión sobre el valor de pertenecer a una especie tan singular como la nuestra. No han aprendido a gozar del prodigio que implica saber identificar el interés común y ser capaz de escogerlo en lugar de elegir las opciones más beneficiosas y eficientes para sí mismo.

La conciencia de la sublimidad de la condición humana se atrofia cuando tal placer moral no se cultiva mediante la práctica diaria. Como consecuencia, el sujeto desarrolla un fuerte cinismo incapaz de admirarse por tres grandes facultades que nos distinguen de las demás especies: 1. Nuestra portentosa inteligencia; 2. Nuestra milagrosa capacidad de discernir entre el bien y el mal; y 3. Nuestra asombrosa creatividad normativa para la convivencia.

Es un cinismo porque ningunea la propia identidad (humana), desencadenando una fatal profecía autocumplida: “Si no me importa lo prodigioso que significa ser un humano, ¿por qué debo evitar actuar de modo inhumano?”. Y esto mismo explica el hecho de que la corrupción no se restrinja actualmente a la clase política, sino que se dé también en la empresa, en el deporte, en la judicatura, en la universidad y en la religión. Al fin y al cabo, los políticos no provienen de Marte, sino de entre los ciudadanos.

El corrupto es, sobre todo, un traidor a su propia condición (humana) por cuanto con su desmán desmiente la posibilidad más elevada e impresionante que ha propiciado la cadena evolutiva: tener la capacidad de elegir conscientemente el bien cuando se tiene a mano elegir el mal. Parafraseando la famosa fórmula de Hannah Arendt, describo este fenómeno como la banalización de la corrupción, cual hija directa de ese cinismo con respecto a la condición humana. A mi modo de ver, la raíz de la erosión de la pasión moral reside en esta falta de costumbre de admirarse por el prodigio humano. Hace falta habituar a las personas, desde niños, en el asombro moral: cultivar la emoción de amar lo justo, de gozar las acciones bellas, de disfrutar de trabajar por el bien común y de sentirse bien al cumplir con la ley.

No hay política anticorrupción eficaz sin una conciencia motivadora que despierte la atención de las personas a lo sublime humano. Ello requiere una pedagogía sistemática que muestre vívidamente ejemplos de honradez y celebre actos de renuncia al propio interés en beneficio de las virtudes públicas. Pues las evidencias científicas muestran una correlación innegable entre la ausencia de móviles éticos en la persona y su carencia de referentes públicos, a derecha e izquierda, de entrega personal en el servicio desinteresado a los demás.

En efecto, la célebre teoría del aprendizaje social del psicólogo Albert Bandura demuestra que los individuos aprenden conductas morales imitando modelos visibles, y que su ausencia genera desorientación y apatía. Investigaciones de los psicólogos Philip Zimbardo, Dan Ariely y del Instituto de Ética Pública de Copenhague documentan, asimismo, que la falta de ejemplos éticos facilita la normalización de la corrupción. De igual modo, estudios en liderazgo ético muestran que, sin líderes moralmente ejemplares y visibles, los subordinados no interiorizan pautas prosociales. Metanálisis recientes confirman, también, que sin referentes virtuosos públicos, los ideales se debilitan, la ética se desprestigia y la voz de la conciencia se acalla.

Se da en nuestro país un agravante adicional: este cinismo se manifiesta, también, en la frivolidad con la que se eligen los colaboradores y subordinados. Ello actúa como un catalizador de la referida desmotivación moral. Una y otra vez vemos cómo altos cargos depositan su confianza en personas cuya única credencial es haber compartido militancia partidista, lealtad de facción o, simplemente, una amistad superficial. Se les asignan responsabilidades monumentales, presupuestos millonarios y competencias que afectan a todo el país sin que medie una evaluación rigurosa de su pasado en términos de actos abnegados de servicio e historial de praxis ética.

En consecuencia, se repite, con pasmosa ligereza, la fatídica frase “pongo la mano en el fuego por esta persona”. Esta expresión, que parece rebosar convicción y nobleza, no es sino la máscara retórica de la misma banalización. Pues nadie, absolutamente nadie, debería poner la mano en el fuego por otra persona cuya vida no haya estado consagrada al bien desinteresado de sus congéneres. La lealtad es valiosa, sí, pero no puede estar por encima de los principios morales. La amistad o afinidad no exonera el juicio ético.

El problema no es solo que se seleccione mal y precipitadamente a los colaboradores. El problema es que se les elige sin tener en cuenta si han demostrado un inequívoco espíritu de sacrificio por los demás. De ahí que ningún partido y ningún Gobierno esté exento de corrupción si no conoce profundamente el perfil moral de las personas en las que confía responsabilidades. Y es que, paradójicamente, los cargos de confianza no deberían basarse nunca en la confianza, sino en una reconocida vocación de servicio sin esperar contrapartidas.

El fuego es símbolo sagrado. Poner la mano en el fuego por alguien debería ser, por tanto, un acto sagrado, reservado solo para quienes han atravesado la prueba del tiempo en el heroísmo moral.

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