Cómo la inmigración y la dictadura marcaron la visión del Papa
Francisco publica una autobiografía de tono muy personal, en la que confiesa que tiene tendencia a la melancolía y que es uno de los pocos argentinos que no ha visto jugar a Messi: no ve la tele desde 1990
El papa Francisco (Flores, Buenos Aires, Argentina, 1936) es el pontífice que más libros ha escrito en vida, una decena, más bien coescritos con ayuda de periodistas, pero aun así en su autobiografía Esperanza (Plaza & Janés), que sale a la luz este jueves, 16 de enero, hay sorpresas y es una lectura reveladora. En principio debía publicarse tras su muerte, pero ha decidido darla a conocer con motivo del Jubileo que se celebra en este 2025, dedicado precisamente a la esperanza. Escrita con el editor Carlo Musso tras cinco años de charlas, es una especie de testamento en vida, un legado de recuerdos y visión de la vida.
Por eso no contiene grandes revelaciones. Sí era desconocido, por ejemplo, un episodio sobre su visita a Irak, donde desvela que le informaron de que era objetivo de sendos atentados kamikaze. “Cuando al día siguiente le pregunté a la Gendarmería si tenían noticias de los dos terroristas, el comandante me respondió lacónicamente: ‘Ya no existen’. La policía iraquí los había interceptado y los había hecho explotar. Eso también me conmocionó”. También cuenta que en la matanza del 7 de octubre de Hamás perdió a unos amigos suyos, judíos argentinos. Al mismo tiempo es crítico con Israel al narrar que en una parroquia cristiana de Gaza la cocinera y su hija “murieron a manos de un francotirador del ejército israelí” y “a otros los mataron a sangre fría en los alrededores de la parroquia”. “Eso también es terrorismo”, sentencia.
Bergoglio pasa de puntillas por uno de los grandes desafíos de su pontificado, el escándalo de la pederastia en la Iglesia, que ocupa solo dos páginas, aunque su balance es tajante: “Las víctimas han de saber que el Papa está con ellos. Y que en esto no se va a retroceder ni un solo paso”. Haciendo equilibrios, cuenta un caso que conoció de cerca y otro que resultó ser una acusación falsa. En el primero echó a un diácono extranjero que venía de otra diócesis e informó a su obispo, aunque no lo denunció a las autoridades: “Ese joven había intentado aprovecharse de un chico parapléjico; no sucedió nada porque aquel chico era paralítico, sí, pero en absoluto sumiso: reaccionó con decisión y… el diácono recibió lo que se había buscado. Intervine de inmediato; convoqué al diácono y le dije: te vas ahora mismo, e informé de lo sucedido al obispo de su país”.
El libro tiene un tono muy personal, con una naturalidad a veces sorprendente. Cuenta errores y remordimientos que le han perseguido durante décadas, hasta que ha conseguido pedir perdón a la persona con la que se portó mal, refiere cotilleos y detalles del último cónclave, algo que en teoría es secreto, e incluso cuenta algunos de sus chistes favoritos de curas y jesuitas. Es decir, sigue humanizando una figura, la del pontífice, que ya se ha empeñado en acercar en sus 12 años de mandato. Por ejemplo, con esta confesión: “La melancolía siempre ha sido una compañera de vida; aunque de manera no constante, desde luego, ha formado parte de mi alma y es un sentimiento que me ha acompañado y que he aprendido a reconocer”. Incluso siente el síndrome del impostor: “Siento que gozo de una fama que no me corresponde, de un reconocimiento por parte de la gente que no me corresponde. Es, sin duda, el sentimiento más fuerte. Me han traído hasta aquí gratis, y a este pensamiento lo acompaña tanto la vergüenza como el estupor”.
Habla de su síndrome del impostor y cuenta que cuando ayudó a huir a perseguidos políticos necesitó de la ayuda de una psiquiatra
En el libro emergen dos grandes temas a los que dedica muchas páginas y marcan su vida: la inmigración y la pobreza, y la vida en la dictadura de extrema derecha que vivió Argentina entre 1976 y 1983. Relata algo que decide la vida de Jorge Mario Bergoglio mucho antes incluso de que naciera. Se trata del naufragio del transatlántico Principessa Mafalda, en 1927, que zarpó de Génova a Buenos Aires y donde deberían haber viajado sus abuelos con el chico que iba a ser su padre. Pero, teniendo los billetes, al final no embarcaron porque no habían terminado de vender lo que tenían. Francisco lo ha tenido siempre presente. Por eso su primer viaje fue a la isla italiana de Lampedusa, destino de la emigración desesperada en el Mediterráneo: “El viaje no estaba programado, pero tenía que ir. Yo también había nacido en una familia de emigrantes. (…) Yo también podría haber conocido el destino del que se queda sin nada. Yo también habría podido estar entre los descartados de hoy, de ahí que mi corazón albergue siempre una pregunta: ¿por qué ellos y yo no?”.
Bergoglio también habla de sus amores y novias juveniles, de sus autores favoritos, como Dostoievski o Borges, de las películas que le gustan, como las de Ingmar Bergman o El festín de Babette. “A Fellini lo quise muchísimo (…) Sé perfectamente que en su día esas películas, sobre todo La dolce vita, fueron atacadas por ciertos círculos, también clericales. Pero cada época tiene sus intolerancias, que pueden centrarse en una chica exuberante que se bañaba en la Fontana di Trevi”, comenta. Sus gustos son populares, cita tangos y a Vinicius de Moraes, y su formación literaria, ecléctica, de Virgilio a Baudelaire y Hölderlin, porque se declara apasionado de los románticos.
Todo evidencia, en resumen, un origen y una formación muy distinta de sus predecesores, sobre todo respecto a Juan Pablo II, crecido bajo una dictadura comunista, que explican su visión como papa, su sensibilidad y sus prioridades. Aunque solo fuera porque su despertar político fue leyendo el periódico comunista y su primera mentora fue Esther Ballestrino de Careaga, investigadora biomédica farmacéutica y marxista que murió desaparecida en la dictadura.
Señala que en su casa eran todos antiperonistas y que en su adolescencia le atrajeron las reformas sociales de Perón, por lo que surgían discusiones. Un día, debatiendo con su tío, “empezaron a cruzarse los insultos y la situación degeneró. Hasta que agarré el sifón y le rocié la cara con agua de Seltz”. Es un arrebato de varios que cuenta en el libro, donde admite ser impulsivo. Pero no deja de señalar: “Aquella fue mi primera reacción clara en defensa de los pobres. Una tensión, una inquietud social que más adelante he buscado y he vuelto a encontrar cada vez más en la Iglesia, en su doctrina que nos interpela para que luchemos contra toda forma de injusticia”. Es significativo que el único líder político que cita y elogia sea el primer ministro griego Alexis Tsipras, del partido de izquierda Syriza, “un hombre por el que siento un profundo respeto, un político que supo luchar por el bien de su pueblo”.
Incide también en sus raíces italianas (la primera lengua que aprendió fue el piamontés) y cómo su abuelo Giovanni le contaba la Primera Guerra Mundial. “Estuvo en las trincheras muchos meses (…). Aprendí muchas cosas de sus relatos. Incluso las canciones irónicas contra los peces gordos del ejército, y contra el rey y la reina”. Cuenta que ahí se hizo antimonárquico: “‘¡No es justo! —decía—. ¡No es justo que el pueblo tenga que mantener a esta camarilla de vagos y gorrones, y encima que tenga que pagar con la piel por sus privilegios y sus culpas! ¡Que trabajen!’. Recuerdo su felicidad cuando, en junio de 1946, se conoció la noticia de la derrota del frente monárquico en el referéndum que proclamaría en Italia la República”. También recuerda la aversión por el fascismo de su familia, donde se decía de Benito Mussolini: “A ese deberían haberlo llamado Malito… Solo hace el mal”.
La Segunda Guerra Mundial, en cambio, la conoció por los relatos de todos los que llegaron a Buenos Aires huyendo de ella. El futuro papa creció en un barrio, Flores, multiétnico y multirreligioso. Su familia nunca tuvo coche, cocinaba para sus hermanos con 12 años, con 14 trabajaba en verano limpiando los baños en una fábrica y los partidos de fútbol en la plaza eran con una pelota de trapo. El fútbol ha sido una de sus pasiones, aunque reconoce que no era de los mejores de su equipo, y su padre murió tras tener un infarto en el estadio del San Lorenzo cuando celebraba un gol. Aun así, en el libro revela que en 1990 decidió dejar de ver la tele con una promesa. Eso ha hecho, por ejemplo, que nunca haya visto jugar a Messi, porque ya no ve fútbol por la tele. Admite que solo ha roto su palabra el 11 de septiembre de 2001 y con un accidente aéreo en Buenos Aires en 1999.
Uno de sus más profundos recuerdos de infancia está ligado al fútbol y a su padre: “Antes de que empezara el partido, nos encaminábamos hacia el estadio con dos grandes recipientes de cristal, y en el trayecto mi padre entraba en una pizzería para hacer un encargo. A la vuelta, recogíamos los recipientes, que habían llenado de caracoles con salsa picante, acompañados de una humeante pizza a la piedra. (…) Tengo la sensación de percibir aún el olor de aquella pizza, puede que sea mi magdalena de Proust”. Y también en el fútbol tiene una visión política, pues citando a Eduardo Galeano dice que “sigue perteneciendo al pueblo”: “Por más que los tecnócratas lo programen hasta el último detalle, por más que los poderosos lo manipulen, el fútbol sigue siendo el arte de la improvisación”.
Sobre su mandato, deja ver sin rodeos su intención de apertura en cuestiones polémicas y las resistencias que encuentra, pero reconoce que “uno de los problemas que suelo tener es la impaciencia”. “A menudo mis tropiezos han sido fruto de una incapacidad para esperar que ciertos procesos siguieran su curso natural, que los frutos estuvieran maduros, y con eso debo andarme con cuidado”, admite. En todo caso, evoca con sarcasmo las reacciones que suscitó, por ejemplo, su decisión de permitir la comunión a los divorciados que se han vuelto a casar: “Qué diabólico mundo al revés… Es raro que a nadie le inquiete la bendición a un empresario que explota a la gente, siendo un pecado gravísimo, o a quien contamina la casa común, mientras manifiesta públicamente su escándalo por que el Papa bendiga a una mujer divorciada o a un homosexual. (…) Las reprobaciones contra las aperturas pastorales suelen revelar estas hipocresías”.
Todo ello también se gesta en su infancia, pues recuerda que en su casa siempre vio “una actitud no juzgadora”, y cómo sus padres frecuentaban a familias en situación irregular que eran mal vistas, y también prostitutas, con las que luego se ha mantenido en contacto: “Nuestra fe no se detiene frente a las heridas y los errores del pasado, trasciende los prejuicios y los pecados”. Del mismo modo, vuelve a ser muy claro sobre los homosexuales: “La homosexualidad no es un crimen, es un hecho humano, por lo que la Iglesia y los cristianos no pueden permanecer indolentes ante esta criminal injusticia, ni ser pusilánimes. No son ‘hijos de un dios menor’; Dios Padre los ama con amor incondicional, los ama tal y como son”.
Sobre la imagen que puede dar la Iglesia cuenta cómo una feligresa, cuando iba a irse para el cónclave, le aconsejó que si le elegían papa se consiguiera un perro. Al preguntarle por qué, le respondió que era para que probara toda la comida antes que él. “Da risa, desde luego. Pero habla también de la perturbación y el escándalo que pueden provocar en el pueblo de Dios ciertos actos, luchas intestinas, malversaciones”, señala. Desde luego deja claro que pretende que en los cardenales “el título de ‘siervo’ —este es el sentido del ministerio— eclipse cada vez más al de ‘eminencia”.
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