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Punto de observación
Columna
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Los jueces deben ser discretos y los periodistas, veraces

La excesiva locuacidad de jueces y magistrados es un problema, pero aún son más inquietantes las filtraciones que vienen de los juzgados

Soledad Gallego-Díaz
Soledad Gallego Díaz
Nicolas Aznárez

“El magistrado, en calidad de miembro de la institución judicial, velará por preservar la imagen de la Justicia mediante su conducta”. Lo dice el código de obligaciones de la magistratura francesa, pero en términos muy parecidos se recoge en casi todos los códigos deontológicos de jueces y magistrados en medio mundo democrático, incluido España. No se trata de que los jueces no puedan expresar sus opiniones, pero sí de que lo hagan con la contención mínima a que les obliga su trabajo profesional. En España, eso es un problema evidente: hay demasiados jueces muy locuaces que dicen y escriben con muy poca contención y prudencia. Hace bien poco, un magistrado del Supremo escribía que en España hay demasiados ejemplos del desdén de los políticos hacia el parecer científico o profesional, “como ocurrió con la prohibición legal de toda actuación médica en casos de homosexualidad”.

El Consejo General del Poder Judicial, con su recobrada legitimidad al ser renovados sus miembros por el Congreso de los Diputados, tras cinco años de bloqueo, intenta ahora poner un poco de orden, por lo menos abriendo expedientes a aquellos cuya facundia no ayuda a preservar la imagen de la Justicia, sino a ponerla en entredicho. Ha abierto expediente, por ejemplo, a un juez que menospreció a la exministra de Igualdad, Irene Montero, y a otro, por atacar en sus redes sociales al presidente del Gobierno. Bien está, aunque habrá que estar atentos a cómo se cierran esos expedientes y con qué argumentos. No se sabe que haya llamado la atención a ese magistrado al que le parece que debería haber actuaciones médicas en los casos de homosexualidad y que, para colmo, lo justifica como si eso fuera un criterio científico o profesional aceptado y no la mera charlatanería de determinadas sectas.

La excesiva locuacidad de jueces y magistrados es un problema casi endémico en la carrera judicial, aunque el verdadero mal endémico no es el excesivo desparpajo de algunos de ellos, sino algo más inquietante: las continuas filtraciones que se producen en los juzgados de lo Penal en España. La última muestra ha sido la filtración de la grabación de la declaración del exministro Ábalos en una sala del Tribunal Supremo. Inquietante porque, según la denuncia presentada, se produjo antes de que esa declaración llegara al ministerio fiscal y a las partes, luego no puede proceder más que de un lugar: el juez concreto que tomó la declaración y los funcionarios de la Administración de Justicia que trabajan con él.

El caso del Supremo llama la atención, precisamente porque se trata del más alto tribunal, al que se supone que llegan los profesionales más capacitados y con mayor experiencia, y los más preocupados por la imagen de la Justicia, pero las filtraciones son extremadamente frecuentes en juzgados de instrucción, audiencias provinciales o en la Audiencia Nacional. Los tribunales españoles son manifiestamente incapaces de guardar reserva de sus actuaciones, tal y como establece la ley, según la cual esas actuaciones no tendrán carácter público hasta que se abra el proceso oral. Si el juez cree que debe mantener una mayor transparencia por la relevancia social del caso que instruye o juzga, lo suyo no es que actúe mediante filtraciones, sino mediante comunicaciones públicas.

Es curioso que cada vez que el ámbito jurídico trata de este mal endémico, reconocido sin empacho por revistas profesionales y estudios académicos, se hable de la necesidad de atajar el problema impidiendo a los medios de comunicación que publiquen esas filtraciones mediante fuertes multas o sanciones. No se habla de pedir responsabilidades a los jueces y funcionarios de donde procedió esa información y que son quienes tenían la obligación de reservarla. A los periodistas solo se les puede exigir que la información que transmitan sea veraz y de interés público. Es decir, que no publiquen las filtraciones que les llegan por el mero hecho de ser una filtración, sino que examinen con atención su contenido y determinen su valor o interés informativo para una sociedad afectada por un delito grave. Esa es la obligación profesional del periodista y del medio que acoge su trabajo. Pero la de los jueces es otra bien distinta, y es a ellos a los que la ley exige discreción y reserva, incluso aunque las actuaciones no hayan sido declaradas expresamente “secretas”.

El magistrado del Tribunal Supremo en cuya sala se ha producido la filtración de la declaración de un testigo debería dar explicaciones públicas rápidamente y, en cualquier caso, el Consejo General del Poder Judicial debería pedírselas. Y quizás los magistrados del Supremo podrían empezar el año haciéndose el buen propósito de aplicarse con algo más de rigor la norma general de prudencia y contención, y de controlar un poco a aquellos de sus colegas que tanto parecen disfrutar vulnerándola a diestro y siniestro.

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