Afganistán: una economía evaporada sin sitio para sus mujeres
El reportero estadounidense Jon Lee Anderson cuenta la situación del país musulmán tras meses bajo el control de los talibanes. El extracto es un adelanto editorial de una recopilación de las crónicas del periodista
Cerca del Mercado Avícola de Kabul, un antiquísimo bazar donde se venden tanto aves de corral y de pelea como pájaros cantores, hay un obelisco de seis metros de altura rematado en un puño apretado. Se erigió en honor a Farkhunda Malikzada, una joven a la que una turba exaltada de hombres apaleó y quemó viva en 2015, después de que la acusaran falsamente de quemar un Corán.
La cuestión de los derechos de la mujer es quizá el mayor asunto pendiente en el nuevo Afganistán. Después de llegar al poder, el liderazgo talibán anunció que las chicas de hasta sexto curso podían reanudar su educación, pero por lo general las jóvenes de mayor edad tendrían que esperar a que se dieran las “condiciones” adecuadas. Cuando hablé con Mujahid, el portavoz, se mostró impreciso acerca de cuáles eran esas condiciones, y si se permitiría o no trabajar a las mujeres. El impedimento era la financiación, dijo. “Para la educación y el trabajo, las mujeres deben tener espacios independientes —explicó con remilgo—. También requerirían medios especiales de transporte separados. Pero —añadió— los bancos están cerrados, el dinero está congelado”. Mujahid no me contestó cuando le pregunté si había planes de que las mujeres accedieran al Gobierno. En cambio, señaló que todavía había mujeres trabajando en varios ministerios, incluidos los de Salud, Educación e Interior, y también en aeropuertos y tribunales. “Allí donde son necesarias, vienen a trabajar”, insistió.
Pero a algunas de estas mujeres las estaban obligando a fichar en sus trabajos y luego volverse a casa, a fin de crear una ilusión de igualdad. Los talibanes también habían cerrado el Ministerio de Asuntos de la Mujer, instaurado poco después de la invasión de Estados Unidos; el edificio se destinó a cuartel general de la policía religiosa, el Ministerio de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio. En septiembre, el día que Mujahid anunció el nuevo Gobierno, un grupo de mujeres se reunió en la calle para protestar. Los combatientes talibanes se abrieron paso entre el gentío, golpeando a algunas manifestantes y disparando al aire.
Los altos cargos talibanes tendían a restar importancia a las preocupaciones sobre el futuro de las mujeres en Afganistán. Cuando le pregunté a Suhail Shaheen, candidato talibán a embajador en las Naciones Unidas, si su Gobierno permitiría el acceso de las mujeres a la educación y al trabajo, repuso: “Si a Occidente le preocupan de verdad las chicas, tendrían que ocuparse de su pobreza. Las sanciones están castigando a quince millones de chicas en este país”.
Shaheen estaba en Kabul, en lugar de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, porque al régimen talibán no se le ha concedido reconocimiento diplomático. Me reuní con él en el jardín del Serena Hotel, lugar de encuentro desde hace mucho de periodistas y políticos. Shaheen se mostró encantado de hablar de los fracasos americanos, pero se irritaba cuando le presionaba sobre temas delicados. Le pregunté por los hazaras, una minoría sobre todo chií históricamente perseguida por los talibanes, que son más que nada suníes de la mayoría étnica pastún. Shaheen respondió que el nuevo Gobierno no tenía intención de hacerles ningún daño. Señalé que, en los años noventa, sus camaradas habían masacrado a miles de hazaras, a los que consideraban apóstatas. Se me quedó mirando con frialdad. Al final, dijo: “Para nosotros los hazaras shia también son musulmanes. Creemos que somos todos uno, como las flores en un jardín. Cuantas más flores, más belleza. —Y continuó—: Hemos empezado una nueva página. No queremos enredarnos con el pasado”. (…)
En Kabul, han surgido mercadillos donde gente desesperada vende sus posesiones, cualquier cosa, desde alfombras hasta calentadores pasando por pájaros. Hay mendigos por todas partes: niños, ancianas, hombres que tiran de carros por medio de una correa ceñida a la frente. A las afueras de la ciudad, mujeres con burka se sientan en mitad de la carretera rodeadas de sus hijos con la esperanza de que los que pasan en coche les lancen algo de comida o dinero.
Sin el respaldo de Estados Unidos y de las instituciones crediticias internacionales, la economía de Afganistán prácticamente se ha evaporado. Cientos de miles de empleados del Gobierno hace meses que no cobran su sueldo. En las ciudades, hay comida a la venta en los bazares, pero los precios han subido tanto que a los afganos les resulta difícil mantener a sus familias. En el campo, la sequía ha propiciado la propagación del hambre, que empeora durante los fríos meses de invierno. La directora en el país del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, Mary Ellen McGroarty, me dijo que la situación era pésima. “Ya tienen graves problemas para alimentarse 22,8 millones de afganos y 7 millones de ellos están a un paso de la hambruna —aseguró—. La sequía agrava la crisis económica, y esta ha sido una de las peores sequías en treinta años. —Y concluyó—: Si continúa esta trayectoria, el 95% de la población afgana caerá por debajo del umbral de la pobreza para mediados de 2022. Es desolador verlo. Si yo fuera afgana, huiría”.
A medida que se intensifica la crisis económica, cada vez es más profunda la amenaza de resentimiento antioccidental entre los ciudadanos. En una curiosa inversión de papeles, los representantes talibanes con los que me reuní hablaban en términos amistosos de Estados Unidos, mientras que los antiguos aliados de los americanos expresaban amargura por el fracaso estadounidense en su país. Gailani recordaba cordialmente cómo el presidente George W. Bush lo invitó al discurso sobre el Estado de la Unión de 2006 y le dijo, durante una sesión de fotos: “¡Hamed, amigo mío, estamos orgullosos de ti!”. Pero le escandalizaba el dinero que había gastado Estados Unidos en Afganistán. “Dicen que desde 2001 gastaron aquí hasta dos billones y medio de dólares —observó—. Seguro que se alcanzaron grandes logros en Afganistán en ese tiempo, pero no veo ningún gran cambio en la infraestructura del país, ¿usted sí?”.
Gailani meneó la cabeza. “El caso es que la mayor parte del dinero que supuestamente llegó a Afganistán —seguramente ocho dólares y medio de cada diez— volvió a Estados Unidos, y entretanto la corrupción estaba fuera de control. La sociedad afgana se corrompió, y fue esa corrupción lo que propició la situación actual, con los talibanes otra vez en el poder”. Con una sonrisa, Gailani añadió: “Los americanos gastaron dos billones y medio para expulsar del país a los talibanes, solo para volver a dárselo. Me iré a la tumba intentando encontrar la respuesta a semejante enigma”.
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