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El concepto de genocidio vio la luz en una conferencia en Madrid en 1933. Y sigue de actualidad

Su impulsor, el jurista judeopolaco Raphael Lemkin, alertó del “carácter contagioso de toda psicosis social”

Una musulmana bosnia llora al ataúd de un familiar en el memorial de Potocari, donde reposan 610 víctimas de la matanza cometida en 1995 en Srebrenica (Bosnia Herzegovina), en 2023.Foto: Samir Jordamovic (GETTY) | Vídeo: CAROL. G MUNDI
Mar Padilla

El 22 de agosto de 1939, en una reunión en su chalé de Obersalzberg, en los Alpes Bávaros, al animar a sus hombres de confianza a invadir y masacrar Polonia, Hitler proclamó: “¿Quién habla hoy de la aniquilación de los armenios?”.

Raphael Lemkin, jurista judeopolaco, no había olvidado aquello. Durante la I Guerra Mundial, la población armenia en Turquía sufrió una deportación forzosa. Murieron más de un millón de personas, pero los principales responsables del crimen escaparon de la justicia. Aquello conmocionó a Lemkin, entonces estudiante de Derecho en Lviv (antes Polonia, hoy Ucrania). Era joven, pero ya llevaba en la sangre “un movimiento de ideas en busca de justicia”, escribe Philippe Sands en Calle Este-Oeste: sobre los orígenes de ‘genocidio’ y ‘crímenes contra la humanidad’ (Anagrama, 2017).

Lemkin fue el padre del concepto de genocidio: lo describió públicamente en 1944 en su libro El dominio del Eje en la Europa ocupada (Prometeo Libros), editado por primera vez en Estados Unidos, donde detallaba con ese nombre las atrocidades cometidas por los nazis contra los judíos. Hasta entonces no existía ninguna palabra jurídica para describir crímenes así, pero el mundo cambia y, como apuntó Lemkin, “los nuevos conceptos requieren nuevos términos”. En 1948 la ONU adoptó la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, que se aplica en actos como sometimiento intencional del grupo que lleven a su destrucción física, total o parcial, o lesión grave a la integridad física o mental. El pasado 26 de enero el Tribunal de La Haya reclamó a Israel medidas para impedir un genocidio contra la población palestina.

Junto con el concepto de crimen contra la humanidad, acuñado por Hersch Lauterpacht, otro jurista formado en Lviv, el acuñado por Lemkin marcó el desarrollo del derecho internacional y los derechos humanos. “Como concepto jurídico es innovador. Antes de él, el mundo no podía pensar en un crimen peor que el asesinato individual”, reflexiona Hilary Earl, profesora de Historia Europea Moderna en la Universidad de Nipissing (Canadá), especialista en juicios por crímenes de guerra. “El Holocausto cambió todo eso, y la destrucción colectiva es ahora el peor crimen que podemos imaginar”, subraya.

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El genocidio es ya un concepto conocido, pero Lemkin no lo tuvo fácil en sus inicios. Durante años estudió en solitario las historias más terribles: los pogromos en el este de Europa, la vulneración del derecho en la Rusia soviética y el ascenso del antisemitismo en Alemania y Polonia. También se empapó de la obra de Vespasiano V. Pella, un erudito rumano que promovía la idea de justicia universal. Además, en Lviv vio cómo las tropas alemanas empezaban a organizar el aislamiento y marcaje de la población judía. “Lo que vivió Lemkin, su familia y su entorno fue un factor determinante para llegar a desarrollar el concepto de genocidio”, explica Manuel Ollé, profesor de Derecho Penal Internacional de la Universidad Complutense de Madrid.

En octubre de 1933 Lemkin fue invitado a asistir a la V Conferencia Internacional para la Unificación del Derecho Penal, celebrada en Madrid. No pudo acudir porque el Gobierno polaco le denegó el visado, pero su documento se leyó en la conferencia. Bajo el título de Los actos que constituyen un peligro general (interestatal) considerados como delitos contra el derecho de gentes, la ponencia hablaba de la existencia de “una conciencia jurídica de la comunidad internacional civilizada” que debía estar atenta al delito de “barbarie” con voluntad de perjudicar no solo al individuo, “sino, en primer lugar, de perjudicar la colectividad a la cual pertenece este último”. Preocupado por el ascenso del nazismo en Alemania, el jurista alertó también sobre “el carácter contagioso de toda psicosis social”.

Seis años después de aquel escrito, Lemkin tuvo que huir de Polonia y buscar refugio en varios países hasta llegar a Estados Unidos en 1941. Allí, en un pequeño despacho de la Universidad de Durham (Carolina del Norte), sin noticias de su familia, siguió documentando la barbarie nazi, en parte gracias a la ayuda de sus contactos en Europa, que le enviaban ordenanzas y circulares del régimen de Hitler. Entre muchos papeles, estudió el acta de una reunión celebrada en enero de 1942 en Berlín donde Adolf Eichmann registró el acuerdo de “purgar el espacio vital alemán de judíos por medios legales”. También analizó los decretos de Hans Frank, el gobernador nazi en Polonia, que dejó escritas frases como “voy a abordar los asuntos judíos con la perspectiva de que los judíos desaparezcan”.

Aquellas directrices dibujaron un meticuloso paisaje de destrucción, y fueron la base sobre la que Lemkin acuñó el término genocidio, formado a partir del griego genos (tribu o raza) y cide (del latín occidere, matar). Tras el final de la guerra en 1945, los juicios en Núremberg se convirtieron en su principal objetivo. “La verdad es que llevó a cabo una tarea titánica para crear y difundir el concepto. No pasó un día sin que se empeñara en que el genocidio llegara a ser reconocido como un nuevo crimen”, apunta Ollé.

Con el apoyo de algunos altos funcionarios aliados, y a veces en contra del criterio de estos, a lo largo de varios meses Lemkin abordó sin descanso a fiscales, militares y abogados (incluso los letrados defensores de los jerarcas nazis) por teléfono, por carta o en persona. A veces acababa tan agotado que decía que padecía “genociditis”.

En diciembre de 1945, en Le Monde, Lemkin detalló su concepto, afirmando que “si en el futuro un Estado actúa de manera orientada a destruir a una minoría nacional o racial dentro de su población podrá detenerse a cualquiera de los responsables si abandona el país”.

Fue en Núremberg donde se vieron pruebas documentadas de sistematización del terror, la llamada Solución Final. Victoria Ocampo, que asistió a los juicios, describió en una carta que aquellas pruebas llenaron su corazón de “una especie de silencio atómico”.

En los juicios hubo alguna referencia en las acusaciones orales de los fiscales al término de Lemkin, pero no fue formalmente aceptado ni tampoco utilizado en las sentencias. Los dirigentes nazis fueron acusados de crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

Cuando los juicios finalizaron, Lemkin no cejó en su empeño: escribió a Eleanor Roosevelt, esposa del entonces presidente de EE UU; al secretario de Naciones Unidas, Trygve Lie, y a muchísimas personas más, hasta que su perseverancia acabó dando resultado en 1948. “El derecho no es estático, sino dinámico, y a veces las utopías acaban siendo realidad. Necesitamos muchos Lemkins para legislar los problemas de hoy”, reflexiona Ollé.

Hasta ahora han sido considerados como genocidio el Holocausto, el exterminio de hutus y tutsis moderados en Ruanda, los crímenes de los Jemeres Rojos en Camboya, la matanza de Srebrenica en Bosnia, las masacres de yazidíes en Irak y las de rohinyás en Myanmar. El genocidio no prescribe: permanece en la atención de los tribunales y también en la memoria.

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Sobre la firma

Mar Padilla
Periodista. Del barrio montañoso del Guinardó, de Barcelona. Estudios de Historia y Antropología. Muchos años trabajando en Médicos Sin Fronteras. Antes tuvo dos bandas de punk-rock y también fue dj. Autora del libro de no ficción 'Asalto al Banco Central’ (Libros del KO, 2023).
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