Horrores y errores en tierra de mitos
La trágica historia del pueblo judío ha creado la tragedia actual del pueblo palestino. La dominación de Israel sobre los palestinos no tiene justificación
Las monstruosas masacres cometidas contra judíos israelíes por Hamás el 7 de octubre me producen un horror profundo. Nada justifica estos ataques fanáticos, y menos aún la cuestión del pueblo palestino, cuya justa causa queda eclipsada por estos actos de barbarie.
El terrorismo de Hamás ha ocultado y oculta para muchos el terror de un Estado que ha tomado represalias contra dos millones de gazatíes por unos fanáticos despiadados, provocando 3.000 muertes. Y como ha anunciado Netanyahu, esto no es más que el principio.
El odio no es nuevo, pero ahora se ha desatado por parte de unos y de otros. Engendra la locura de la culpabilidad colectiva del pueblo enemigo, que a su vez suscita las peores crueldades y masacres, incluso de mujeres, niños y ancianos.
La contextualización de los horrores del 7 de octubre, esencial para cualquier comprensión, los inscribe ante todo en la larga historia del pueblo israelí, víctima milenaria del antijudaísmo cristiano y, más tarde, del antisemitismo racial que lo condenó al exterminio, y cuya patria, Israel, se encuentra amenazada desde hace tiempo por Estados hostiles. Israel no ha sido un oasis en el que refugiarse, sino una ciudadela en guerra.
Esta trágica historia ha creado la tragedia del pueblo palestino. Este último fue expulsado en parte de sus tierras a raíz de la guerra de la independencia de Israel, en 1948, y enviado a campamentos en Líbano, Jordania y Cisjordania, donde permanece hacinado. Tras la guerra de los Seis Días, en 1967, toda Cisjordania, llamada Judea-Samaria por Israel, fue ocupada y colonizada no solo por un Estado, sino también por miles de colonos israelíes que ya alcanzan la cifra de 800.000.
La consecuencia de la Shoah, palabra que significa catástrofe, ha sido la Nakba, palabra palestina con el mismo significado, que fue efectivamente la catástrofe de la Palestina árabe.
Del mismo modo que es necesario mantener vivo el recuerdo de los millones de víctimas del nazismo, este respetuoso recuerdo no puede justificar la dominación que Israel ejerce sobre el pueblo palestino, inocente de los crímenes de Auschwitz.
¿Debe ser la maldición de Auschwitz el privilegio que justifique cualquier represión israelí?
La colonización de Cisjordania, iniciada en el mismo siglo de la descolonización en África y en Asia, se parece en muchos aspectos a aquellas en las que las revueltas y las represiones hicieron que proliferaran los asesinatos sangrientos de civiles tanto entre los opresores como entre los oprimidos. La diferencia radica no solo en la intensificación de la colonización, sino también en el conflicto original entre dos sacralizaciones antagónicas de Jerusalén y Palestina.
Siglos de antijudaísmo cristiano, más tarde de antisemitismo racista, y tres años de exterminio nazi han alimentado el mito sionista del retorno a la patria original, pese a que la tierra de Canaán estuvo poblada durante siglos por árabes que se volvieron musulmanes o cristianos y que Palestina nunca fue una tierra sin pueblo que esperara a su pueblo sin tierra. Los historiadores israelíes coinciden en que la ubicación del templo de Salomón en el lugar en el que se alza la mezquita de Al Aqsa es una leyenda, que el mito es una realidad más fuerte que la realidad y que se ha expresado reiteradamente la convicción de que Jerusalén es la capital única y eterna del Estado judío y de que Palestina es la patria eterna del pueblo judío. No menos mítico es el lugar sagrado de Al Aqsa desde donde, supuestamente, el Profeta subió al cielo para reunirse con Dios.
De hecho, Israel ha cambiado la condición judía. A la humillación milenaria del judío subyugado, temeroso y sin tierra le siguió el orgullo judío por las hazañas militares del pueblo hebreo y los logros agrícolas del kibutz. El número de intelectuales judíos universalistas sensibles a todas las formas de opresión, humillación y colonización ha disminuido en favor de los intelectuales sensibles sobre todo al destino de Israel; y, para algunos de ellos, la Torá ha sustituido al Manifiesto Comunista.
La noción de “confesión israelita”, una filiación puramente religiosa, ha sido reemplazada por la noción de pueblo judío, presente en Israel y, por ejemplo, en Francia.
Este apego radical que es necesario comprender ha llevado a la justificación incondicional de todas las acciones de Israel, incluida la opresión del pueblo palestino. Los occidentales, y en particular los europeos, al sentirse culpables de los estragos genocidas del antisemitismo, se han mostrado a favor de la nación judía.
Israel, hijo del antisemitismo europeo y occidental, se ha convertido en el puesto avanzado privilegiado de la presencia occidental en un mundo árabe peligroso. El filojudaísmo reciente (que ha reducido, pero no eliminado el antiguo antisemitismo) beneficia a Israel, mientras que la existencia de Israel ha suscitado a la vez un tremendo antijudaísmo en el mundo árabe-musulmán.
A partir de 1948 se añadieron consideraciones estratégicas y militares. Israel obtuvo su independencia gracias a su victoria sobre los Estados árabes, que trataron de aniquilarlo al nacer, y desarrolló una fuerza militar superior a la de los Estados vecinos, que siguieron siendo hostiles durante mucho tiempo.
Se impuso un Israel autoritario que hacía caso omiso de las innumerables resoluciones de la ONU relativas a la creación de un Estado palestino. Hubo un momento especial cuando Arafat y Rabin se dieron la mano y se firmaron los Acuerdos de Oslo, que preveían la existencia de dos Estados. Pero el asesinato de Rabin a manos de un judío fanático y la desaparición de la izquierda israelí condujeron a la hegemonía de una coalición nacionalista-religiosa que pretendía anexionarse toda Cisjordania y que prosigue su curso.
En estas condiciones, es difícil ver la posibilidad de un Estado palestino que incluya a 800.000 colonos israelíes que le son radicalmente hostiles, y es difícil ver a Israel retirando sus asentamientos.
El panorama es sombrío; la violencia tiende a intensificarse en ambos bandos, con ataques indiscriminados y una represión masiva igualmente indiscriminada. Las verdades unilaterales se imponen, ocultando las verdades opuestas. Los odios y los miedos desbordan la mente.
No es imposible, pero sí improbable, que la acción conjunta de Naciones Unidas y de los Estados occidentales y árabes logre algún resultado decisivo. No es imposible que el conflicto se amplíe, englobando y enardeciendo a una nación tras otra. Hay que temerse lo peor.
Que nuestras mentes se resistan al menos a la locura. Nuestra misión no es solo rechazar el odio, sino también hacer cuanto esté en nuestra mano para crear la base de un entendimiento mutuo, no solo entre Israel y Palestina, sino entre los europeos partidarios de uno y otro pueblo, sin relegar al olvido una causa justa.
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