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arte
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Si los insectos construyeran el mundo, otro gallo cantaría

Una instalación moldeada por polinizadores invita a reflexionar sobre cómo sería el planeta si estuviera en manos de los animales (y no de los humanos)

Patricio Pron
Alexandra Daisy Ginsberg
Muestra de la obra 'Pollinator Pathmaker', de Alexandra Daisy Ginsberg.Alexandra Daisy Ginsberg

Una primera impresión: descuido, acumulación, una fealdad agresiva, el desorden de los parches de tierra en los que, en nuestras ciudades, prosperan hierbajos y a veces flores. No se trata de eso, sin embargo, sino de un jardín perfectamente concebido y cuidado a diario que cuenta con un orden específico, aunque no sea el nuestro. Alexandra Daisy Ginsberg —una artista británica multidisciplinar nacida en 1982— lleva algunos años interesada en crear esculturas que estén “vivas” y puedan ser habitadas. Pollinator Pathmaker, su instalación, fue inaugurada frente al Museo de Ciencias Naturales de Berlín el 20 de junio de este año y es una de esas esculturas; permanecerá en exposición —aunque “exposición” no es realmente la palabra— hasta el 1 de noviembre de 2026.

Ginsberg suele abordar en su obra nuestras difíciles relaciones con la naturaleza y la tecnología, pero Pollinator Pathmaker las integra: desarrollada inicialmente con fondos del Eden Project y de la Gaia Art Foundation, además de Google Arts & Culture, y exhibida en Berlín con el apoyo de la LAS Art Foundation, una organización sin fines de lucro que trabaja en la intersección entre arte, nuevas tecnologías y ciencia y explora espacios no convencionales de exhibición, Pollinator Pathmaker fue creada con la ayuda de un algoritmo al que Ginsberg alimentó con información sobre preferencias y hábitos de los insectos polinizadores más recurrentes —en Berlín, mariposas, polillas, moscas, escarabajos, abejas y avispas—, de allí su nombre, que alude a la capacidad de estos insectos de orientarse en el medio natural y trazar rutas que otros pueden recorrer. La obra, es, en palabras de su responsable, “una escultura hecha con flores” —de unas 80 variedades de plantas, entre ellas, salvia nemorosa, scilla siberica, sanícula hembra y rud­beckia— con la que Ginsberg aspira a recordarnos el hecho de que los polinizadores —cuya contribución a la continuidad del mundo vegetal y la salud del ecosistema es determinante— están desapareciendo a consecuencia de la contaminación y el desastre climático.

Alexandra Daisy Ginsberg
La artista Alexandra Daisy Ginsberg.FRANK SPERLING

¿Qué sucedería si nuestros jardines no fueran diseñados para nuestra satisfacción sino para la de las especies no humanas? ¿Cómo se verían? ¿Qué plantas los conformarían? ¿Y a qué distancia unas de otras? ¿De qué manera podríamos aprender a mirarlos, reconciliados por fin con la idea de que no somos los únicos habitantes de nuestro planeta ni, al parecer, los más necesarios? La destrucción del mundo físico —a cada día más difícil de negar, dados los incendios forestales y las temperaturas extremas, la escasez de agua en buena parte del planeta y las cosechas malogradas, la sucesión de olas de calor inédita hasta la fecha y su efecto en las personas más vulnerables, incluidos los trabajadores al aire libre y los ancianos— se ha convertido en uno de los asuntos más recurrentes de la práctica artística contemporánea, como pone de manifiesto Pollinator Pathmaker: la instalación frente al Museo de Ciencias Naturales conecta de algún modo con la que el artista argentino Tomás Saraceno creó para la Serpentine Gallery de Londres en 2021, cuando —como parte de un esfuerzo mayor por acoger en el espacio de la galería a personas de todas las edades, pero también a insectos, plantas y animales— “exhibió” una habitación cubierta de telarañas. Web(s) of life no sólo ofrecía un espectáculo infrecuente, y vivo, ya que las arañas continuaron trabajando durante los tres meses que estuvieron en la Serpentine, sino que también evocaba poderosamente la idea de un mundo, “otro”, en el nuestro, un mundo radicalmente distinto —y no exento de belleza y de eficacia— del que podríamos disfrutar si permitiésemos a otras especies darle forma y modificarlo a su antojo; una prerrogativa que tecnócratas, adictos a las tecnologías disruptivas y narcisistas infatuados no parecen dispuestos a ceder ni siquiera a la vista del hecho de que su resultado es la inviabilidad del mundo físico y el acabamiento de nuestra sociedad.

¿Cómo podríamos reconciliarnos con la idea de que no somos los únicos habitantes del planeta ni los más necesarios?

Ginsberg y Saraceno nos hablan de la necesidad de “deshumanizar” nuestra mirada para reflexionar así sobre nuestra responsabilidad en la catástrofe climática y en tratar de evitar sus manifestaciones más extremas; libros recientes como Cuando los animales sueñan, de David M. Peña-Guzmán (Errata Naturae); Planta Sapiens, de Paco Calvo y Natalie Lawrence (Seix Barral), y El mundo sin nosotros, de Alan Weisman (Debate), por mencionar sólo algunos títulos, son producto del hecho de que —sean conscientes de ello por completo o no— muchas personas parecen compartir en este momento la percepción de que atender a otras formas de vida y procurar ver el mundo con sus ojos puede ofrecer respuestas a la pregunta de cómo continuar, tras hacerse evidente que el proyecto de un crecimiento continuado y potencialmente interminable en un mundo físico que no lo es está convirtiendo nuestra vida en un infierno. Como escribió Georg Christoph Lichtenberg: “No sé si todo será mejor si las cosas cambian, pero puedo decir esto: deben cambiar para que todo sea mejor”.

Un mediodía algo frío para la temporada, y no especialmente soleado, el jardín creado por Alexandra Daisy Ginsberg se presenta ante los ojos del visitante como una mancha de verdes salpicada de amarillos, blancos y violetas, como en una pintura tardía de Monet. Hay niños, un par de oficinistas apurando el almuerzo que se han traído de casa, familias que vinieron a ver los dinosaurios y algunos turistas. Hay abejas, moscas y mariposas, pero también automóviles que pasan a toda velocidad unos metros más allá, el tranvía, un quiosco en el que unos adolescentes toman coca-colas y fuman debajo de un toldo. El Museo de Ciencias Naturales se encuentra en la Invalidenstrasse, una de las calles más habitualmente empleadas para ir del oeste al este de Berlín. Hay ruido y olor a gasolina quemada, y el jardín parece estar por completo fuera de lugar allí, en el centro de una capital europea permanentemente en obras. Pero quizás no lo esté, y la “escultura viva” de Ginsberg está acompañada de instrucciones en una página web (pollinator.at) para que, quien lo desee, cree su propio jardín polinizador para insectos. Fue diseñado para que éstos puedan alimentarse a lo largo de todo el año y, también a lo largo del año, irá cambiando de aspecto y de población, en el que quizás sea su más importante contribución a nuestra comprensión del tiempo como algo que permanece abierto, amenazador, pero también preñado de posibilidades si aprendemos a mirar, por fin, con otros ojos.

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