Patatas fritas de bolsa y hormigas que te suben por los pies. No hay mayor lujo que una piscina municipal de pueblo
Siento envidia de los afortunados que disfrutan de ese placer tan socialdemócrata que consiste en darse un baño aldeano
He dormido en hoteles de 20 estrellas, he cruzado el Atlántico en clase business y he comido en el mejor restaurante del mundo, pero todos esos lujos son vulgares al lado de una piscina municipal en un pueblo de la España vacía, donde se esconde el lujo de verdad. Para disfrutar de los otros, basta el dinero (o un amigo generoso que lo tenga), lo que los convierte en universales, al alcance de cualquiera que pueda pagarlos. Para disfrutar de la epifanía de una piscina de pueblo hace falta algo mucho más preciado y raro que el dinero: una forma de mirar, de estar y de ser. Quien no ha mezclado en las comisuras de los labios la sal de unas patatas fritas de bolsa con el cloro del chapuzón mientras las hormigas le suben por los pies descalzos desde una alfombra de hierba mal cuidada no ha experimentado el lujo de verdad ni entiende qué quería decir Teresa de Ávila cuando escribió aquello de “quien a Dios tiene / nada le falta, / solo Dios basta”.
Recuerdo una piscina de un pueblo de Soria, donde la primavera tarda y el verano se te escapa si parpadeas mucho, sobre 1990. La poza estaba a la sombra de un pinar, por lo que jamás recibía un rayo de sol. Había paisanos rudos, de los que habían sobrevivido a los sabañones de posguerra sin rechistar, que sufrían taquicardias y signos de hipotermia con solo meter el dedo gordo del pie, pero eso no disuadía a los niños, que nacen con un neopreno y un calefactor naturales. Ni siquiera nos cortábamos cuando el socorrista se ausentaba: era un chaval del pueblo que desaparecía a la hora de comer y dejaba un cartel en el respaldo de su silla que ponía: “Prohibido ahogarse durante la etapa del Tour”. No ha habido baños mejores en mi vida que aquellas zambullidas en que me jugaba la vida mientras Induráin subía el Tourmalet.
De acuerdo, esto no es lujo, tan solo nostalgia, un torrezno soriano de Proust. Pero el placer tiene siempre un reflejo nostálgico: disfrutamos por comparación y distancia. Perseguimos éxtasis para revivir un poquito las epifanías infantiles. Sin esa sensación de pérdida —y sin la conciencia de que nada del futuro, por sublime que sea, igualará lo del pasado—, la búsqueda del placer no tendría incentivos. Cada verano me sumerjo en mil masas de agua con la ilusión (vanísima) de sentirme como en aquella piscina municipal de pueblo, y cada vez que paso por una de esas instalaciones maravillosas, ágora y alma veraniega de tantos lugares del interior de España, siento envidia por los afortunados que disfrutan de ese lujo tan socialdemócrata, tan poco autoconsciente y tan bien camuflado como servicio de primera necesidad.
Cada verano nado en busca de ese paraíso municipal y aldeano perdido, y aunque nunca lo encuentro, vacación tras vacación redescubro una verdad que, durante el curso, con los pantalones largos y la camisa, casi olvido: somos un cuerpo. Nada más. Cuando los profetas del transhumanismo sueñan con descargar la conciencia en un ordenador para vivir eternamente olvidan que la vida no existe fuera del cuerpo. El pensamiento religioso y mágico nos ha forzado a verlo como la vasija que almacena la esencia del individuo, pero la neurociencia nos confirma que no hay alma ni nada fuera del cuerpo en sí. La dualidad mente-cuerpo es falaz, y no hace falta saber de neurotransmisores ni un doctorado en bioquímica para experimentarlo: basta un baño, con sus alusiones amnióticas. Cualquier bañista sabe que su vida empieza y acaba en los límites de su cuerpo. Teresa de Ávila podía invocar a Dios, pero su cara en la versión de Bernini no engaña a nadie: somos cuerpo. La contrarreforma, al fin y al cabo, es una afirmación del cuerpo frente al luteranismo espiritual.
El placer del remojo ha dado libros tan profundos como la piel, parafraseando a Paul Valéry. Me encantó La vida descalzo, de Alan Pauls, uno de los mejores homenajes a la playa que he leído. A la playa como la conocemos la mayoría en la era del turismo de masas, con toda su vulgaridad de crema solar y chiringuito, no como metáfora romántica ni sublimación sorollana. Este año he disfrutado de Piscinosofía, de Anabel Vázquez, un pequeño tratado de inmersiones en albercas reales, imaginarias e históricas. Ambos libros hablan de lo corporal con una fluidez y una gracia propias de quien sabe flotar mucho rato.
Yo conté mis obsesiones bañistas en un libro que hablaba sobre mi enfermedad de la piel, y a un crítico de Nueva York que también la padecía —y al que supongo molestó porque creyó que yo había escrito lo que le correspondía escribir a él— le pareció que no me la tomaba en serio. Me afeó la sexualidad de la obra: todos los personajes, incluido el narrador, están cachondos, decía enfadado, y yo me reí mucho leyéndolo, porque no vi venir un reproche tan puritano ni me cabía en la cabeza que alguien sin sotana considerase el deseo, el erotismo y la fragilidad de la desnudez asuntos literarios menores. Por suerte, luego el libro se publicó en Francia y a los críticos de allí les parecieron muy bien mi frivolidad y mi pornografía. En cuestiones corporales siempre se puede contar con Francia: a los franceses no les da asco el cuerpo, llevan muchos siglos celebrándolo. Crecieron viendo Pauline en la playa, de Rohmer, que es su Verano azul intelectual. Quien entiende ese cine es un experto en metafísica del baño.
A mí me ha costado mucho festejar este carnaval acuático. No por moralismo ni por represiones ultracatólicas, de las que mis padres tuvieron a bien librarme, a Dios gracias, sino por esa enfermedad que me llevó a sentir lo corporal como algo ajeno. Para sobrellevarla, me dije que aquello no era mi verdadero yo, que mi identidad trascendía el recipiente defectuoso que la contenía. Verano tras verano, he reconquistado esa conciencia corporal, y lo he hecho merodeando la tapia de ese paraíso perdido infantil desatendido por un socorrista aficionado al ciclismo. Merodeándolo tanto a nado como metafóricamente: en las aguas de las Rías Altas, casi tan frías como la de aquella piscina soriana, en el lago termal de Alhama de Aragón, en las pozas del Pirineo, en las piscinas de mi barrio, en el Mediterráneo de Valencia. Allá donde veo la ocasión de sumergirme, me zambullo, y en cada brazada acumulo una memoria del cuerpo que me ayudará a no olvidarlo cuando empiece otra vez la locura reseca del trabajo. Y cada vez que salgo del agua concluyo con desgana que sigo lejos, que aún me quedan muchas millas para revivir el lujo y el éxtasis de las fabulosas piscinas municipales de los pueblos de interior.
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