Por qué debemos hacer lo que hacemos
La ética va de preguntarse cómo vivir, en lo concreto y en lo universal. Y en este tiempo de individualismo exacerbado, de convivir y de cuidarnos, nadie es autosuficiente y ajeno al mundo
¿Qué debemos hacer? Esta es una de las preguntas más difíciles de responder para la filosofía y, al mismo tiempo, una de las que cada día, cotidianamente, es más impostergable responder.
Cada día salimos al mundo con nuestros miedos y nuestras esperanzas y realizamos determinadas acciones, lo que significa también que dejamos de hacer otras tantas. Y ambas cosas ponen de relieve que vivimos conforme a algún criterio, que es el que da sustento a nuestras elecciones. Hay varias propuestas para tratar de determinar este criterio que nos sustenta. Una de ellas es la que entiende que ética es ante todo pregunta; una pregunta sobre el hecho moral. Si moral significa costumbre, entonces ética es la pregunta por el cariz (carácter, para ser precisos) de ese hecho moral. Pero no se trata de una pregunta cualquiera, o meramente curiosa. Lo relevante del caso es que en este acto de cuestionarse por la propia acción ya hay algún tipo de apelación que se hace patente. Al hacernos la pregunta ética estamos llamándonos ya a responsabilizarnos de nuestra respuesta (que por algo responsabilidad y respuesta convergen etimológicamente), puesto que no es solo un debate teórico lo que se pone en marcha, sino que el cariz de ese debate implica desde ese momento efectos inmediatos.
Parece que en los tiempos que corren la necesidad de hablar de ética se ha hecho más patente. Esta necesidad, sin embargo, siempre ha estado ahí, y siempre lo estará, pero en estos momentos se ha visto que la responsabilidad personal y del colectivo van de la mano. La relevancia ética ha quedado manifiestamente clara porque son tiempos de cuidados, y el asunto del cuidado es especialmente sensible para la ética. Pero tengamos —precisamente— cuidado en este punto, porque la ética no es solamente un asunto de emergencias. Lo que urge es entender que siempre y en todo momento existe la pregunta radical de por qué (no) debemos hacer lo que (no) hacemos. También cuando las cosas nos van bien. Un día detrás de otro y en todos los ámbitos: en el trabajo, en la escuela, en el ocio, en la casa.
En este sentido, ética es sustancialmente ética del cuidado. Si atendemos a la raíz de cuidar, vemos que encuentra su origen en el verbo cogitare, que significa pensar. Y no debería extrañar, porque tener cuidado de algo o de alguien no es solamente tener entre manos aquello que se nos encomienda. Es, asimismo, cuestionarse de un modo muy específico y concreto por el bien del otro, el bien “otro” interpelante que esa alteridad encarna.
El cuidado también se piensa, pues. Una confluencia entre pensar y cuidar que afecta, por lo menos, a dos asuntos capitales. Primero, que la ética del cuidado (que solemos asociar con la práctica) y la ética de la justicia (que solemos vincular con la teoría) se reclaman y complementan. Y segundo, que cuidar no solo tiene que ver con atendernos en el sufrimiento, sino que incluye también tenernos en cuidado en lo más agradable y placentero.
Con relación a lo primero: si la ética es propiamente ética del cuidado es porque cuidar no es ninguna acción ni paternalista ni de excepción. Es la performatividad ética misma. Cuidar es posible si la relación es de tú a tú, un acto que pone sobre la mesa la especificidad y libertad de los sujetos a cuidar, y de la universalización de la necesidad de cuidar, en general, pero siempre trascendiendo a otras individualidades, en particular. Y con relación a lo segundo, si cuidar implica también pensar, se piensa (ergo, también se cuida) la globalidad de las posibilidades de la experiencia, también las agradables. El cuidado, como la ética, no es un mecanismo para momentos de excepción. Es para toda la vida.
La ética va de preguntarse cómo vivir, en lo concreto y en lo universal, a las verdes y a las maduras. Lo cual, en tiempos también de individualismos exacerbados, conviene recordar que significa aprender a convivir. De cuidarnos, en plural, porque nadie es ni autosuficiente ni ajeno al mundo. Sí, la ética va de cuestionarnos, y en la base de esos interrogantes está la que para Kant es la pregunta que engloba todas las demás: ¿qué somos, los humanos? De ser posible eso de “conocerse a sí mismo”, lo que es indudable es que tiene que pasar, impostergablemente, por la pregunta ética. Una tarea tan exigente como apasionante.
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