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De cómo internet fue tomado por la tristeza (snif)

La ansiedad y la depresión encuentran en el entorno digital una correa de transmisión. El desánimo ‘online’ no es casualidad: es diseño

Karelia Vázquez
Internet
Bea Crespo

La cuenta de Twitter @SoSadToday tiene 989.094 seguidores. Triunfa con frases nihilistas, en inglés, como “Nacida para rendirme”, “Llorar en los supermercados es un arte” o “Buenos días, enfermedad mental”. Fue creada en 2012 por Melissa Broder, entonces redactora de Vice y hoy escritora superventas. Sus frases eran lapidarias. Escribía: “Mi droga es la baja autoestima”, y sus seguidores enloquecían. Broder ha rentabilizado como nadie su malestar emocional con varias novelas que han dado la vuelta al mundo. En otra red social, Instagram, territorio de lo cuqui, la cuenta ­­@Mytherapistsays es seguida por 7,4 millones personas. Su estilo es sarcástico y autodestructivo: “A veces escribo un e-mail, lo leo y pienso: ¡vaya puto psicópata! Entonces le doy a enviar”. Otros perfiles como @sad.sentimiento tienen 126.000 seguidores; @tristerealidad, 456.000, y @ _.frases._.tristes._, 48.7 mil. En esta última se puede leer: “Tengo miedo a ser feliz porque cada vez que lo soy algo malo pasa”. Letras blancas sobre fondo negro: 15.752 “me gusta”. 118 comentarios.

Dice Mashable, una revista con mucho predicamento en el mundo tecnológico, que ser feliz en internet es muy de 2015. Ahora para conseguir atención, seguidores y validación hay que tener traumas, proclamar la tristeza, practicar la languidez y romantizar la angustia. Según dicha publicación, la era de la tristeza en internet es “un acuerdo tácito para redefinir lo cool con unas siglas que son el reverso de aquello que conocimos como FOMO (fear of missing out / miedo de perdérnoslo)”. Ahora lo que se practica es el JOMO (joy of missing out / gozo de perdérnoslo), la alegría de perdérselo todo. El investigador holandés Geert Lovink lo describe como una reacción a la hiperestimulación que soportamos. “Una vez que la emoción desaparece procuramos la distancia (…) surge el deseo de la antiexperiencia”, escribe en su libro Tristes por diseño (Consonni, 2019). Mashable ya anunciaba en 2019 que escribir posts sobre tristeza sería tan normativo como aquel hashtag ubicuo e insoportable de #buenasvibrasonly.

Con las cifras de trastornos de salud mental disparadas después de la pandemia, no estamos en el mejor momento para creer románticas la depresión y la ansiedad. Abundan las campañas, los podcasts y las cuentas que animan a la gente a hablar libremente sobre sus problemas emocionales, pero las plataformas y las redes sociales han borrado los límites entre la realidad y la performance. En 2017 un estudio de la Universidad de Balamand en Líbano registró las publicaciones sobre salud mental en las redes sociales durante varios años y observó una clara tendencia a la frivolización y al autodiagnóstico. “La narrativa romántica de la enfermedad mental atrae seguidores y provee de una falsa autoestima y empoderamiento”, concluyeron.

Los expertos tratan de dilucidar el delgado límite que separa la desestigmatización de los problemas de salud mental de su banalización. Una breve distancia que, a veces, se recorre en apenas medio segundo. Janis Whitlock es investigadora de la Universidad de Cornell y lleva tiempo estudiando la salud mental de los adolescentes. Desde Bruselas confirma por teléfono que en las plataformas están todos, los que glorifican la tristeza y los que la normalizan. “Creen que la depresión, la ansiedad o el trastorno bipolar los hacen especiales. Es otra manera de ser populares en la comunidad online”.

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Las redes paralizan, canalizan el disgusto, pero no estimulan la acción colectiva
James Davies, autor de 'Sedados'

James Davies, profesor de Antropología Social y Psicoterapia de la Universidad de Roehampton y autor de Sedados (Capitán Swing, 2022), piensa que quien airea sus problemas emocionales online obtiene varios beneficios, entre ellos validación, reconocimiento y comunidad, pero advierte: “Ganar atención no va a solucionar las razones estructurales del trastorno y no cambiará nada”. En conversación telefónica desde Londres, Davies opina que crear contenido para las plataformas “disipa y diluye el descontento, pero no materializa ningún cambio social”.

Whitlock cuenta que en la conversación online sobre salud mental “se exagera y se dramatiza”, sobre todo cuando van creciendo la atención y el reconocimiento y se crea vínculo y comunidad: “Quién es el más triste, el más ansioso, quién tiene la familia más jodida. Desde los noventa, época en que empezó la jerarquía de los deprimidos, siempre ha habido competencia sobre quién está peor, la diferencia es que ahora todo crece más rápido, se viraliza y alcanza a millones de personas. Definitivamente hay un efecto mimético en estas comunidades”, dice.

Geert Lovink lleva más de 30 años investigando sobre internet, y es fundador del Instituto de Network Cultures. En Tristes por diseño defiende que la tristeza es “un estado mental predeterminado en internet”. Lovink afirma que el nihilismo de las plataformas es “una perversión del diseño computacional”. “En las aplicaciones y plataformas la intensidad original de los sentimientos se disipa, se filtra y se convierte en una atmósfera general, en unas condiciones crónicas de fondo”. Lovink lo llama “tristeza tecnológica”, una ola que cogemos con la misma ingenuidad con que aceptamos cookies o nos hacemos selfis que acaban alimentando a los algoritmos de reconocimiento facial. Para Lovink el contagio de la tristeza tendrá consecuencias. “Las plataformas, los juegos y las redes sociales son la realidad. No hay división entre lo virtual y lo real. Esta tristeza traerá escepticismo y descreimiento hacia nociones clásicas como la verdad y la autenticidad”, opina vía e-mail.

Lovink no quita un ápice de importancia a los problemas estructurales que tras una pandemia y en medio de una guerra propician que la tristeza sea un valor al alza en la lucha por la atención online: “La pobreza de la vida interior de muchas personas (especialmente de los más jóvenes), el agotamiento, las expectativas demasiado altas, la desigualdad económica y el colapso de la vida social”, enumera. Pero también observa cierta “tristeza organizada”. En su libro cita a Jaron Lanier, converso de Silicon Valley: “No hay una sola manera de hacer infeliz a todos. La tristeza te será hecha a medida”. Cuenta Lanier que empezó a notar que ciertas redes sociales lo hacían infeliz porque lo colocaban en una función subordinada. “Su diseño es estructuralmente humillante. Ser un adicto y reconocerme manipulado me hacen sentir mal”. Lanier lo llama su “trol interno”, una bestia alimentada por “la tecnología de amplificación de imbéciles”, según sus palabras. “Me disgusta que una multitud me juzgue sin conocerme, o que un algoritmo estúpido tenga poder sobre mí, la incapacidad de tener un espacio donde inventarme sin estar sometido a un juicio constante es lo que me hace infeliz”. Lo que pasa tras interactuar en una comunidad online donde se confiesan problemas emocionales es crucial. “¿Es demasiado fugaz ese encuentro o sirve para que la gente vaya a terapia o haga cambios significativos en su comportamiento?”, se pregunta Janis Whitlock. “El riesgo de contar tus experiencias online es que se obtiene gratificación inmediata, y muchas veces se eluden las conversaciones menos agradables que hay que tener, por ejemplo, con los padres para empezar a solucionar el problema a más largo plazo”.

En Sedados, Davies dice: “El estado emocional preferido por el capitalismo tardío es la insatisfacción funcional permanente, funcional porque los afectados seguirán trabajando, e insatisfacción porque de ese modo seguirán consumiendo”. Conviene recordar que crear contenido para plataformas es producir para otros, aunque no te paguen. Davies cree que no basta con publicar y hablar: “Las nuevas generaciones deben repolitizar el sufrimiento en internet porque las redes paralizan, canalizan el disgusto, pero no estimulan la acción colectiva”. Mientras tanto, en TikTok se puede buscar: “Vídeos para llorar muy fuerte”. Y no decepciona. Llegan contenidos oscuros, frases nihilistas, música tristísima… No es posible salir indemne de la experiencia. Afortunadamente solo duran tres segundos.

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Sobre la firma

Karelia Vázquez
Escribe desde 2002 en El País Semanal, el suplemento Ideas y la secciones de Tecnología y Salud. Ganadora de una beca internacional J.S. Knigt de la Universidad de Stanford para investigar los nexos entre tecnología y filosofía y los cambios sociales que genera internet. Autora del ensayo 'Aquí sí hay brotes verdes: Españoles en Palo Alto'.

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