¿Pero qué es la violencia?
Existe una guerra semántica detrás de lo que calificamos como violento. La filósofa Judith Butler la analiza en su último libro
La defensa de la no violencia se enfrenta a reacciones escépticas de todo el espectro político. En la izquierda están los que afirman que solo la violencia es capaz de llevar a cabo una transformación social y económica radical, mientras que otros sostienen, con un poco menos de énfasis, que la violencia debería considerarse como una de las tácticas disponibles para provocar ese cambio. Es posible exponer argumentos a favor de la no violencia o, alternativamente, del uso instrumental o estratégico de la violencia, pero esas posiciones solo se pueden presentar en público si existe un acuerdo general sobre qué constituye violencia y qué la no violencia. Uno de los desafíos más importantes a los que se enfrentan los partidarios de la no violencia es que “violencia” y “no violencia” son términos que no están claramente definidos. Por ejemplo, algunas personas defienden que el uso del lenguaje como una forma de agresión es “violencia”, mientras que otros sostienen que no se puede considerar que el lenguaje sea un instrumento “violento”, excepto en el caso de amenazas explícitas. Hay quienes se aferran a concepciones más restringidas de la violencia y consideran que el “golpe” es el momento físico que la define; otros hacen hincapié en que las estructuras económicas y legales son “violentas”, que operan sobre los cuerpos aunque no siempre adopten la forma de la violencia física. En efecto, la imagen del golpe ha organizado de manera tácita algunos de los principales debates sobre la violencia, y sugiere que es algo que sucede entre dos actores en un enfrentamiento enardecido. Sin discutir la violencia del golpe físico, se puede sin embargo insistir en que las estructuras o los sistemas sociales, incluido el racismo sistémico, son violentos. Efectivamente, en ocasiones el golpe físico en la cabeza o en el cuerpo es una expresión de la violencia sistémica, y hay que poder entender la relación de ese acto con la estructura o el sistema. Y para entender la violencia estructural o sistémica se necesita ir más allá de los postulados asertivos que limitan nuestra comprensión del modo en que funciona la violencia. Se necesita encontrar contextos más amplios que aquellos que se basan en dos figuras, una que golpea y otra que recibe el golpe. Por supuesto, cualquier postulado sobre la violencia que no pueda explicar el ataque, el golpe, el acto de violencia sexual (incluida la violación), o que no permita comprender el modo en que la violencia puede operar en la díada íntima del encuentro cara a cara no logra aclarar, descriptiva ni analíticamente, qué es la violencia: es decir, de qué hablamos cuando discutimos sobre violencia y no violencia.
Parecería que debería ser fácil oponerse a la violencia y de esa manera resumir la posición ante el tema, pero cuando se la cuestiona públicamente nos damos cuenta de que la “violencia” es algo lábil, y que es necesario confrontar las distintas apropiaciones de su significado. Los Estados y las instituciones a veces califican como “violentas” distintas manifestaciones del disenso político, o de oposición al Estado o a la autoridad de la institución de la que se trate. Las manifestaciones, las acampadas, las asambleas, los boicots y las huelgas pueden llegar a considerarse “violentos” aun cuando no recurran a la lucha física ni a las formas de violencia sistémica o estructural que se mencionaron antes. Cuando los Estados o las instituciones apelan a esas calificaciones, procuran renombrar las prácticas no violentas como violentas, para de ese modo librar una guerra política —por así decirlo— en el nivel de la semántica pública. Si se califica de “violenta” una manifestación en defensa de la libertad de expresión, que precisamente ejerce esa libertad, solo puede ser porque el poder que hace un uso indebido del lenguaje procura de ese modo asegurar su propio monopolio sobre la violencia al difamar a la oposición, justificar el uso de la policía, el ejército o las fuerzas de seguridad contra aquellos que buscan ejercer y defender así la libertad. El especialista en estudios estadounidenses Chandan Reddy ha sostenido que la forma que asume la modernidad en EE UU considera el Estado como garantía de una libertad contra la violencia que básicamente consiste en desatar la violencia contra las minorías raciales y contra todas las personas caracterizadas como irracionales o como fuera de la norma nacional. Desde esta perspectiva, el Estado se basa en la violencia racial y sigue ejerciéndola contra las minorías de modo sistemático. Así se concibe que la violencia racial sirve a la autodefensa del Estado. ¿Con qué frecuencia, en EE UU y en otros lugares, la policía llama o considera “violentas” a personas negras y mestizas, en la calle o en sus casas, aunque no estén armadas, aunque caminen o se escapen, aunque intenten reclamar o simplemente estén profundamente dormidas? Es a la vez curioso y pavoroso ver cómo opera la defensa de la violencia en esas condiciones, dado que el atacado debe ser presentado como una amenaza, un vehículo de violencia real o efectiva, para que la letal acción policial parezca defensa propia. Si la persona no estaba haciendo algo violento que se pueda probar, entonces simplemente se la presenta como violenta, como una “clase” violenta de persona, o como si se tratase de violencia pura encarnada en y por esa persona. Esta última afirmación manifiesta racismo en la mayoría de los casos.
Así, lo que surge como un aparente argumento moral sobre si estamos a favor o en contra de la violencia rápidamente se convierte en un debate sobre cómo se define la violencia, a quién se denomina “violento” y con qué propósitos. Cuando un grupo se reúne para oponerse a la censura o a la falta de libertades democráticas y se lo llama “turba”, o se lo entiende como una amenaza de caos o destrucción del orden social, entonces se lo llama y se lo presenta como potencial o realmente violento, con lo cual el Estado puede justificar su decisión de defender a la sociedad contra esa amenaza violenta. Cuando a esto le siguen la cárcel, las lesiones o el asesinato, la violencia emerge como violencia del Estado. (…)
Simplificar e identificar la violencia de una manera que resulte clara y genere consenso resultaría imposible en una situación política donde el poder de atribuir violencia a la oposición se convierte, en sí mismo, en un instrumento para aumentar el poder estatal, desacreditar los objetivos de la oposición e incluso justificar decisiones extremas como la inhabilitación, el encarcelamiento o el asesinato. En momentos así hay que refutar esa atribución sobre la base de que es falsa e injusta. Pero ¿cómo se puede hacer eso en una esfera pública donde se ha sembrado la confusión semántica sobre qué es y qué no es violento? (…)
Si se quiere hacer un alegato a favor de la no violencia, será necesario entender y evaluar las maneras en que la violencia se presenta y se extiende dentro de un campo de poder discursivo, social y estatal; las inversiones que se realizan de manera táctica; el carácter fantasmático de la atribución misma. Más aún, tendremos que acometer una crítica de las artimañas de las que se vale la violencia estatal para justificarse a sí misma y la relación de esos sistemas de justificación con el afán de mantener el monopolio de la violencia. Un monopolio que depende de una práctica que con frecuencia disfraza la violencia como coerción legal o externaliza su propia violencia en su objetivo y la redescubre como violencia del otro.
Judith Butler es filósofa y profesora en la Universidad de Berkeley (California). Este extracto pertenece a ‘La fuerza de la no violencia’ (Paidós), que se publica este 13 de enero.
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