‘Tasa Google’: impotencia fiscal en la era digital
El impuesto a las grandes tecnológicas nunca llega. Mientras, varios países de la UE idean sus propias tasas digitales. No es fácil que salgan adelante: Estados Unidos amenaza con represalias
Una y otra vez las haciendas europeas echan la red en el mercado digital a la búsqueda de ingresos tributarios, pero apenas logran atrapar una ínfima parte de la potencial recaudación. La malla del fisco no es suficientemente tupida para gravar los beneficios obtenidos por empresas con escasa presencia física en los mercados que dominan. Y los intentos de remendar las viejas artes recaudatorias fracasan ante la inmaterialidad de algoritmos y datos. O se topan con las amenazas de Estados Unidos, el país de origen de las grandes multinacionales digitales y el único que se considera con derecho a exigirles cuentas por sus descomunales ingresos. Como consecuencia, la Unión Europea se encuentra fiscalmente impotente ante una economía crecientemente digitalizada y dominada por operadores transnacionales que evacúan hacia el exterior sus beneficios sin apenas aportar nada a las arcas públicas europeas.
La covid-19 ha agravado el problema, al desencadenar un repentino y masivo trasvase de la actividad laboral, del tráfico comercial y del ocio personal hacia plataformas digitales como Zoom, Amazon o Netflix, todas ellas con sede fiscal al otro lado del Atlántico. La escalada sin precedentes de los niveles de deuda pública —a raíz de las medidas para paliar el impacto de la pandemia— sorprende a Europa sin instrumentos adecuados para gravar a los operadores digitales, que son vistos como los grandes beneficiados de esta crisis.
Sin cobertura europea ni internacional, los fiscos nacionales más desesperados han empezado a tejer su propia red. España, Francia, Italia, Austria o la República Checa han puesto en marcha o tramitan tasas digitales que, en diferentes formatos, intentan gravar una parte del negocio por Internet, en particular, la venta de publicidad digital y los servicios de intermediación en áreas como el alojamiento o el transporte. También el Reino Unido ha decidido seguir con su propio tributo para recaudar sobre la actividad de los gigantes tecnológicos.
Pero EE UU se siente agredido por esas iniciativas. El Departamento de Comercio estadounidense abrió el pasado mes de mayo una investigación sobre nueve países, entre ellos España, para dilucidar si las tasas digitales golpean indebidamente a las empresas y son merecedoras de represalias comerciales en forma de aranceles punitivos.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha advertido que las medidas unilaterales pueden desencadenar un problema aún mayor. “Una guerra comercial global a causa de los impuestos unilaterales sobre los servicios digitales podría disminuir el PIB mundial en más de un 1% al año”, alertaba en octubre el organismo multilateral con sede en París. Es decir, una dentellada de 900.000 millones de euros para unos impuestos que, según el diseño previsto, solo recaudarán unos cientos de millones.
El Gobierno español cifra en unos 968 millones de euros la recaudación de la tasa digital que entrará en vigor a principios de 2021, una gota de agua en los Presupuestos para ese año, que tienen un techo de gasto de casi 200.000 millones de euros. Y las represalias comerciales estadounidenses podrían barrer las ganancias rápidamente. Francia ya aplazó la entrada en vigor de su tasa por temor al castigo arancelario de Estados Unidos a algunas de sus principales industrias, como la vitivinícola o la de productos de lujo.
El proyecto de la tasa digital europea fue lanzado por la Comisión Europea en 2018, pero la iniciativa se estrelló contra el veto de varios socios de la UE, un club donde las medidas fiscales se aprueban por unanimidad. La Comisión proponía una tasa del 3% a las empresas digitales con una facturación mundial de más de 750 millones de euros y unos ingresos en el mercado comunitario superiores a los 50 millones de euros.
Con la apertura de la investigación a España y otros países, Washington lanza numerosos cargos contra las tasas digitales, a las que acusa de extraterritorialidad, de gravar la facturación en lugar de los beneficios y de penalizar a unas empresas tecnológicas cuya única falta es su rotundo éxito.
La Administración de Trump también ha colocado en el punto de mira a la Unión Europea tras el renovado interés de Bruselas por lanzar una tasa digital para financiar el multimillonario Fondo de Recuperación (750.000 millones de euros) con el que hacer frente a las consecuencias de la pandemia. El Parlamento Europeo quiere imponer la tasa digital europea a partir de 2023 como uno de los recursos para amortizar este endeudamiento, el mayor en la historia de la UE.
La recaudación se repartiría entre todos los Estados miembros en función de la facturación de las empresas en cada uno de ellos. Pero la propuesta fue condenada al olvido, víctima de la pinza formada por los países con baja tributación, como Irlanda, y los que temen el impacto de una nueva tasa en la innovación, como Suecia. Los argumentos que esgrimían unos y otros es que ese proyecto no iba a permitir que Europa alumbrara nuevas Spotify (el gigante de la música online) si se gravaba la actividad de empresas que podían estar en pérdidas. Tras el fiasco, Bruselas optó por fiar la solución a un acuerdo internacional en el seno de la OCDE, una alternativa que también ha embarrancado por la resistencia de Estados Unidos.
El proyecto de la tasa digital global se encuentra dentro de un paquete más amplio negociado por 137 países con el objetivo de que las grandes multinacionales paguen impuestos allí donde operan, y no donde tienen sus cuarteles generales. Sin embargo, esa revolución en la tributación empresarial, que podría movilizar 100.000 millones de dólares (unos 85.000 millones de euros) entre jurisdicciones, según los cálculos de la OCDE, ha quedado aplazada hasta mediados de 2021 a la espera, entre otras cosas, de comprobar qué vientos soplan en la Casa Blanca.
Las elecciones de Estados Unidos del pasado martes abren un interrogante sobre el futuro de una fiscalidad global acorde a la realidad económica del siglo XXI. El clima político en EE UU ha reflejado un claro signo proteccionista y reacio a la mundialización.
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