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El odio: ese segregador de “otros” potencialmente infinito

La palabra escrita es un aspecto central del odio contemporáneo. En su libro ‘A vueltas con el odio’, los profesores de literatura Gabriel Giorgi y Ana Kiffer desmenuzan esta tendencia en alza

Un manifestante durante una marcha contra la violencia y el odio hacia los judíos el pasado enero, en Nueva York
Un manifestante durante una marcha contra la violencia el pasado mes de enero en Nueva York.Ira L. Black/Corbis/GETTY IMAGES (Corbis via Getty Images)

Las escrituras del odio son vociferantes, cacofónicas, chillonas: transmiten un teatro de la voz que opera en el límite del lenguaje articulado. Escenifican una centralidad de la voz y del grito sobre la que me gustaría detenerme, dado que creo que allí se juega un aspecto central del odio contemporáneo: su lugar limítrofe entre el lenguaje articulado y el ruido de la voz, allí donde los límites mismos de lo decible entran en cuestión. Dado que si el odio es una disputa sobre lo decible público, entonces esa disputa tiene lugar en el límite entre la palabra articulada, autorizada, con valor normativo, y aquellos lenguajes irreconocibles, ilegítimos, sin autoridad, insignificantes. Murmullo, tumulto, rumor, clamor, ese contorno en el que las palabras se disuelven en el grito, el susurro, la media voz, el tramo anónimo de las enunciaciones, esa zona impersonal entre palabra y mero sonido a-significante. La fricción entre voz y palabra: donde no se sabe si hay significados válidos, reconocibles, capaces de definir imágenes y sentidos de lo colectivo. Ahí se sitúa el odio.

En este sentido se vuelve productiva la reflexión de Jacques Rancière en torno al ruido como factor decisivo de la esfera pública. Dado que más que una reflexión sobre lo público como horizonte de diálogo, de disputa y de formación de argumentos, Rancière piensa lo público –que para él es inseparable del demos, y por lo tanto de la disputa por la igualdad– a partir del ruido:

Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es entendida como palabra, apta para enunciar lo justo, mientras que otra solo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta.

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El malentendido –es decir, esa disputa por lo que cuenta como logos o como ruido–, que Rancière llama la mesentènte, es el punto inicial, y esencial, de lo público, y no su falla ni su margen. Para el autor, la clave es ese momento o ese umbral en el que las expresiones que salen de cuerpos insignificantes políticamente –que él llama “plebeyos”– reclaman su derecho a ser oídos y reconocidos como enunciados políticamente válidos, es decir, enunciados en los que se reconoce una construcción del mundo en común, y donde esos cuerpos revelan y reclaman su capacidad como seres hablantes; y, por lo tanto, iguales a quienes ya detentan el derecho a la palabra y a su poder normativo, su poder de hacer mundo. Es, como sabemos, una disputa por las competencias, en la que Rancière ve la legitimación misma del poder: quién sabe, quién puede trazar los contornos del mundo en común sobre el que tienen lugar las luchas por la igualdad, y quién puede decir ese mundo. En el centro de esa disputa: el grito, el rumor, el tumulto, el murmullo, el chisme, la voz anónima, lo que se dice a medias, lo que circula y fricciona los modos de la dicción pública: la voz, el ruido en la lengua. En esa fricción entre lo que puede o no ser palabra, enunciado válido, tiene fuerza de verdad, ahí es donde Rancière sitúa el trabajo de lo público, el hacer público. Lo público como práctica no sería entonces solamente la circulación y el debate de ideas, o la oferta y el consumo de bienes simbólicos; su punto central sería este deslizamiento permanente, esa tensión pero sistemática alrededor de los límites de la palabra válida, del enunciado reconocible, de las fórmulas de inteligibilidad a través de las cuales una sociedad define el mundo en común sobre el que tienen lugar las disputas por la igualdad.

Tensión entre la palabra y el ruido

Creo que es en esta tensión entre palabra y ruido como configuradora de lo público donde hay que situar la pregunta por el odio, del odio político en tanto que odio escrito. Me parece que en el ruido, en la cacofonía y la vocinglería del odio como afecto político central en las democracias contemporáneas se leen no solo la emergencia de nuevas subjetivaciones políticas –que son a la vez plebeyas y conservadoras o restauradoras–, sino también un corrimiento del pacto de lo decible y de la distribución de la palabra pública, los modos de expresión y las formas del sentido reconocibles como válidas: allí se juega, quiero sugerir, algo más que las expresiones de viejos y nuevos racismos, masculinismos, fobias, clasismos. Allí se juega también una rearticulación de pactos democráticos que pasa, fundamentalmente, por esa antiquísima tecnología de la relación que llamamos “escritura”.

Lo que aquí se denomina “odio”, además del sentido más clásico como afecto que degrada y violenta a un otro, lleva adelante una operación clásica de las sociedades modernas: la que transcribe antagonismos de clase, de género, sexualesantagonismos de naturaleza política– en distinciones inmediatamente biopolíticas, que pasan la constitución biológica, anatómica y racial, por una “naturaleza” que demarca los límites mismos de lo humano. La diferencia política y cultural vuelta antagonismo ontológico, que actualiza y moviliza todo el tiempo el límite mismo de la especie humana: pasamos de los lenguajes de la diferencia social o cultural a los lenguajes de la especie y de la “naturaleza”. Eso es lo que permea estas escrituras. La raza, o mejor dicho la racialización, evidentemente; pero también el género y la sexualidad. Raza, género, sexualidad, corporalidad: “cesuras biopolíticas”, podríamos decir con Giorgio Agamben. Estas escrituras proliferan sobre esas cesuras, sobre esa marcación en la que se va hilvanando una demarcación de la ontología de lo humano y la desagregación de lo menos-que-humano, ya-no-humano, etc. El “dispositivo de la persona” del que habla Roberto Esposito aquí encuentra una especie de festival escriturario: las operaciones de demarcación de la no-persona y su exhibición como hecho político se conjugan y hacen serie. Es esa marcación biopolítica lo que emerge bajo el signo del odio.

Y lo hace de manera proliferante en estos materiales: el “negro” o el “zumbi”, el indio, los vagabundos, la puta, el puto, la feminazi, los nordestinos, etc., en una serie abierta, potencialmente infinita, en la que se demarca el umbral bajo de la especie. El odio, entonces, como demarcador de propiamente humano a partir de esta segregación, potencialmente infinita, de “otros”.

Estos vocabularios biopolíticos, que son recurrentes, inmediatamente evocan las operaciones que Foucault asignaba al “racismo de Estado”: la demarcación de una “subraza” en tono a la que conjuga el trabajo del biopoder y su engranaje con el Estado moderno, cuya eliminación promete “más vida” y a la vez condensa la tarea del Estado en tanto que “defensor de la sociedad”.

Gabriel Giorgi es crítico cultural y profesor de Literatura en la Universidad de Nueva York. Este extracto es un adelanto del libro 'A vueltas del odio. Gestos, escrituras, políticas", que firma junto a Ana Kiffer, profesora de Literatura. Es de la editorial Eterna Cadencia, que lo publica el próximo martes 20 de octubre.

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