Sin esquileo no habrá mingaña
El oficio de pelar las ovejas se está perdiendo en la España vacía, y con él se pierden cientos de palabras hermosas
Más de 250 esquiladores uruguayos han venido a España, donde pastan 16 millones de ovejas. Pelarán unos 200 ejemplares al día cada uno, para ganarse 10.000 euros por los dos meses y medio que se quedarán aquí.
Esas cifras dejan muy lejos ya los méritos extraordinarios de Teodomira, personaje de Miguel Delibes (El Hereje, 1998) que motilaba 100 corderos al día. Claro, ahora se usa maquinilla eléctrica.
Los especialistas uruguayos han ejercido su labor durante los últimos siete años en Castilla y León, Aragón y Extremadura, y habrán esquilado al final de cada estancia a más de dos millones de ovejas.
Eso significa, obviamente, que el oficio se está perdiendo en España; y con él, cientos de palabras hermosas. Dentro de unos años ya no quedarán los esquiladores castellanos que veían salir las ovejas de la tinada y que luego las aglomeraban en el guache para que sudaran bien juntas y eso facilitase la esquila; que las amarraban con la legadura, que las escarmenaban para extraer bien los vellones evitando la borra y la mugre, que recogían las vedijas o guedejas o mechones; y que, antes de dejar el ganado listo para el empegue (o marcado con pez), extraían de las ovejas la lana, y de los corderos el añino. Esquiladores locales y forasteros que cantaban juntos para entretener la esquila.
Cuenta Federico Olmeda en su Cancionero popular de Burgos (1903): “Comenzaban cantando, cantando esquilaban después; después de comer también cantaban, y no menos al terminar el trabajo”.
Esas canciones se transmitieron de generación en generación y de pueblo en pueblo: “Si quieres que te saquen lana y añino, a los esquiladores dales buen vino”...
Los antiguos esquiladores llegaron incluso a componer un habla propia, la mingaña (deformación de “me engaña”), jerga nacida en el XVIII (y que aún sobrevive) con la que escondían sus conversaciones a los ganaderos y que han estudiado Rosa Nuño o Blanca Gotor. En ella, el agua se llama “oferta”; el alcalde, “junco”; y trasnochar es “nitear”: “Íbamos al pueblo para dormir” se decía “acurbábamos al vilache a pistolear”.
Los esquiladores uruguayos desconocen casi todos esos términos, pero traen consigo otros, hermosos igualmente. La suciedad de la res, que allí también se denomina “cascarria”, hay que “descolarla” (porque se forma en la cola). La parte de afuera del vellón se llama desborde. La oveja no queda atada sino “maneada”, la temporada de esquila es la “zafra” y el “embretador” se dedica a cerrar a los animales en el brete.
Entre los españoles se gritaba cuando una oveja sufría un pellizco en la pellenca: “¡Moreno, moreno!”, para que el morenero les llevase el plato con el moreno, ese ungüento de carbón molido y vinagre que reparó durante siglos los rasguños. En Uruguay se vocea, en cambio: “¡Lata y remedio!”, y a esta voz acude presto el arrimador.
Ojalá se quedaran aquí esos vocablos traídos desde tan lejos y sin embargo tan propios; ojalá ocuparan el lugar de los que se nos extravían. Pero ¿quién los estará escuchando?
La despoblación de la España vacía acarrea la despoblación de los oficios, la despoblación de las canciones tradicionales y, como consecuencia de todo ello, la inevitable despoblación de las palabras.
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