Estar confinado y solo. Lo que esta crisis revela del gran mal oculto de nuestra época
El Reino Unido creó hace dos años un ministerio de la Soledad. Vivirla de cerca por unas semanas puede ayudar a entender lo que supone sufrirla de forma crónica
El gran solitario Michel de Montaigne ya advertía de que es igual de fácil fracasar en soledad que en compañía. “Reclúyete en ti mismo, pero prepárate antes para acogerte allí; sería absurdo confiarte a ti mismo si no sabes gobernarte”, escribió el inventor del ensayo moderno. Las medidas de aislamiento impuestas a un tercio de la humanidad para frenar la expansión del coronavirus están sacando a la luz la epidemia oculta del siglo XXI.
Cuando el Gobierno del Reino Unido decidió crear un Ministerio para la Soledad, a finales de 2018, uno de cada cinco británicos aseguraba que se sentía solo la mayor parte del tiempo. 200.000 personas mayores, averiguaron los sondeos, habían pasado más de un mes sin comunicarse con amigos o familiares. Múltiples estudios médicos han señalado la deriva física y mental a la que puede conducir un aislamiento involuntario. Deterioro del sistema inmunológico, enfermedades cardiacas, alzhéimer o depresión. La trágica paradoja de la crisis actual es que puede conducir a muchas personas a encerrarse más en sí mismas a la vez que les prohíbe las herramientas para intentar salir de esa prisión.
Las buenas noticias, si es que algunas pueden surgir de esta debacle, son que las nuevas tecnologías de comunicación, la creciente sensación de comunidad que está surgiendo y la obligada ralentización de la vida, que ha permitido levantar la alfombra y descubrir lo que había debajo, han puesto el foco sobre un problema hasta ahora ignorado. “La soledad es un estado mental subjetivo. Mucha gente puede sentirse sola en medio de la multitud, ir a una fiesta y ser incapaces de conectar con nadie. Y otros pueden estar solos en casa, o con alguna otra persona, y sentirse muy a gusto consigo mismos”, empieza por aclarar la doctora Sarita Robinson, profesora titular de la Escuela de Psicología en la Universidad de Central Lancashire.
La tesis doctoral de Robinson se titulaba Respuestas Cognitivas y Neuroinmunes ante una Amenaza. “Vivimos un momento artificial, en el que nuestra capacidad de conectar con nuestras redes sociales habituales se ha visto reducida. Y es esa pérdida la que nos puede conducir a una sensación de soledad. Lo que debemos hacer es parar un minuto y autoevaluarnos: ‘¿Me siento realmente solo? ¿Siento que tengo a mi alrededor el apoyo social de amigos y familiares que necesito?”. Si la respuesta no satisface, la solución está al alcance de la mayoría. Videollamadas, grupos de whatsapp o simples conversaciones telefónicas.
El problema surge en aquellos que no consiguen salir del laberinto de su soledad con estas estrategias, o que no tienen acceso a ellas. Ahí es donde debe responder la tribu. “Esa es nuestra responsabilidad social, que no podemos desatender. Y aplaudo las leyes de ‘buen samaritano’ que está poniendo en marcha el Reino Unido, para que un ejército de voluntarios preparados llame a la gente mayor, los más vulnerables, y les ofrezca compañía. Porque esta realidad está ya entre nosotros desde hace mucho tiempo. Son cientos de miles los ancianos olvidados en todos los países. Quizá el coronavirus tenga la virtud de poner en el foco este problema”, dice Robinson.
El idioma inglés diferencia entre loneliness y solitude. El español solo tiene una palabra: soledad. Pero es fácil entender que no es lo mismo sentirse solo que disfrutar de un aislamiento voluntario.
Jacqueline Olds, profesora de Psiquiatría en la Universidad de Harvard, lleva décadas escribiendo sobre el asunto. Y denunciando lo que llama “el culto a la actividad”. “Toda esa gente que llena su tiempo con el trabajo, el gimnasio, los eventos sociales, las tiendas, van a tener ahora una situación complicada cuando tengan que manejar su propia soledad”, dice.
—¿Y cuál es el remedio?
—Hay un fabuloso psicólogo en Estados Unidos, de origen húngaro, llamado Mihály Csíkszentmihály, que escribió hace 25 años un libro llamado Flow (Flujo). Algunas personas tienen un par de veces al día lo que él llama flow experiences (la traducción más aproximada sería la de momentos en los que te dejas llevar). Son situaciones en las que disfrutas tanto lo que estás haciendo que el tiempo parece detenerse y podrías estar toda la vida así. La mayoría de nosotros tenemos una o dos cosas que nos gustan. Otros no. Y van a tener que encontrar aquello que dé contenido a su tiempo— defiende Olds.
Todas estas recetas, admite la profesora, pierden mucho sentido cuando cae sobre las personas una avalancha en forma de ruina económica. Cuando la pobreza entra por la puerta, la felicidad se va por la ventana. “Lo sé, es duro e injusto. Mucho más en Estados Unidos, que no tiene la red de asistencia social de Europa. Ojalá hubiera una gran solución, más allá de las pequeñas respuestas de los cientos de ONG”, dice.
Pero en la medida en que el problema al que haya que enfrentarse sea el de la soledad, ambas profesoras insisten en ver una oportunidad brillante en el hecho de poder redescubrir el valor de la comunicación humana. Robinson sugiere un pequeño juego lleno de anticipación. Cada vez que venga a la cabeza alguna de las cosas que el aislamiento impide (tomar un café o quedar a comer con un amigo, visitar algún lugar concreto) debe escribirse una pequeña nota, aplastarla en una bola de papel y guardarla en un tarro. Y esperar al momento en que todo acabe, para que una mano inocente saque la primera bola y comencemos a cumplir anhelos. “Incluso aquellos que normalmente se sienten solos, he descubierto estos días, tienen mejor ánimo. Creen que, por una vez, todos estamos en el mismo barco”, apunta Olds. “El hecho de que, al final, nos juntemos todos en una misma batalla que no es otra que el de salvar la vida humana, aunque estemos solos en nuestras casas, es algo maravilloso”, asegura.
La soledad afecta especialmente a la gente mayor, pero atormenta mucho más a los jóvenes, como demostró en 2010 una encuesta de la Fundación para la Salud Mental del Reino Unido. Hasta un 36% de las personas entre 18 y 34 años admitían un estado de tristeza. Y a los inmigrantes, y a los desempleados, y a las madres o padres solteros, y a las personas con problemas mentales, y paradójicamente, a aquellos que se dedican a atender a los dependientes. Ahora el coronavirus ha hecho que la soledad afecte a mucha más gente, aunque viva acompañada. Y amenaza con agravar esta epidemia oculta, pero puede ser el inicio de su solución. Aproximarse al abismo por unas semanas puede ser un modo de entender lo que supone vivir cada día asomado a él de un modo crónico.
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