40 años de la sobredosis que marcó un antes y un después en Hollywood
John Belushi, el mayor cómico de los setenta, falleció en 1982 de una sobredosis: una industria del cine en ‘shock’ se replanteó el uso y la celebración de las drogas entre sus estrellas
En Hollywood, se oye decir que la década de los setenta terminó el 5 de marzo de 1982, el día que el cómico John Belushi (1949-1982) falleció por una sobredosis de cocaína y heroína. “El juego terminó”, recordaría el guionista de Taxi Driver Paul Schrader. “Algunos lo dejaron inmediatamente, la sensación era que las reglas habían cambiado”. Esta semana se reedita en España la biografía que publicó en 1984 Bob Woodward, el periodista que destapó el caso Watergate. Como una moto: La vida galopante de John Belushi (Libros del Kultrum) no solo retrata a un hombre incapaz de controlar sus demonios y sus impulsos, sino toda una cultura, la del Hollywood de los setenta, que toleraba, facilitaba y celebraba el consumo rampante de drogas.
Resulta difícil exagerar el intraducible impacto de John Belushi en la cultura estadounidense, pero también es difícil de comprender fuera de su época. En plena crisis de valores y de desconfianza en las instituciones, tras la caída en Nixon y la incapacidad de Jimmy Carter, EE UU encontró en Belushi un vehículo para su catarsis. Su humor era impredecible, anárquico, radical, incómodo, antisistema, surrealista e impulsivo. “Él adaptó la contracultura a la comedia”, explica Toni García Ramón, autor del prólogo de la reedición de Como una moto. “Fue uno de los primeros en sacarse de la manga el humor, en improvisarlo todo. Él venía de aquel Nueva York punk, oscuro y grasiento que luego se cargaría el alcalde Giuliani. Belushi era contracultura pura, nunca se sometió a nadie. Entraba en cualquier sketch y lo reventaba. Su gran hallazgo fue llevar el humor de la calle a la tele, conseguir que el público masivo se riera con los chistes salvajes que la gente contaba en los bares de Hell’s Kitchen llenos de travestis, punkis y putas”.
Saturday Night Live fue el primer programa creado por y para la generación que nació a la vez que la televisión. En él Belushi hizo cosas que nadie pensaba que se podían hacer en televisión: se metía puros por la nariz, se aplastaba latas de cerveza contra la frente, se llenaba la boca de comida y la escupía. A través de la comedia, diseccionaba los comportamientos humanos y parodiaba una masculinidad que, en plena segunda ola del feminismo, se había retraído volviéndose infantil, primaria y explosiva. Aquel humor se imitaría tanto en los años posteriores que perdería su impacto enseguida, pero en 1975 convirtió a John Belushi, a los 26 años, en un ídolo nacional. “Él representaba todos los dormitorios desordenados de América”, señaló Steven Spielberg, quien lo dirigió en 1941 (1979).
Belushi desarrolló esa capacidad para diseccionar la cultura americana durante su adolescencia. “Era un gran observador”, señala García Ramón. “Venía de una familia de inmigrantes albanos que nunca se integraron en la sociedad y que no sabía nada sobre Estados Unidos. Él se pasaba las tardes en casas de compañeros de clase. Tuvo que rehacerse a sí mismo por completo. Y esa es una de las cosas por las que luego destacaría como cómico. Ese humor solo podía hacerlo él porque se lo había inventado él”. A pesar de su físico extraño y su carácter marginal, su carisma lo llevó a coronarse como rey del baile de promoción en su instituto.
En 1978 John Belushi tenía el programa más visto de la televisión, un disco en el número uno con los Blues Brothers, el dúo que formó con Dan Aykroid para animar al público de Saturday Night Live antes de grabar, y la comedia más taquillera de todos los tiempos, Desmadre a la americana (1978).
“John literalmente paraba coches de policía como si fueran taxis. Los polis decían: ‘¡Hey, Belushi!, nos metíamos en el asiento de atrás y nos llevaban a casa”, contaba el guionista Mitch Glazer. Por primera vez en la historia, la juventud mandaba. EE UU se había convertido en un campus universitario gigante y Belushi era su decano demente. El cómico Nick Helm recordó en The Guardian que en los setenta los cómicos eran los dueños de Nueva York. “Belushi introdujo esa idea de que los cómicos no son solo estrellas del rock sino dioses. Y ese estilo de vida acabó eclipsando al humor. Es difícil ver aquellos sketches de Saturday Night Live y no oler el alcohol y las drogas. Oler el exceso”. En uno de los más populares, Belushi interpretaba a Beethoven y tras esnifar un polvo blanco se transformaba en Ray Charles. Lo que esnifó, en directo ante 17 millones de espectadores, era cocaína auténtica.
Él la llamaba “la droga de Hitler”, por lo poderoso que le hacía sentir. Estaba convencido de que sus mejores imitaciones, desde Henry Kissinger hasta Joe Cocker, se debían a la cocaína. “Muchos en el programa pensábamos que era imposible hacer un show de comedia de 90 minutos cada semana sin esnifar”, explicó en People el guionista de Saturday Night Live (y futuro senador de Minnesota) Al Franken.
El rodaje de Granujas a todo ritmo (1980) tenía una partida del presupuesto destinada a cocaína para las escenas nocturnas. “Todo el mundo la tomaba, incluido yo”, admitió en Vanity Fair Dan Aykroid. “A John le encantaba su efecto. Le hacía sentir vivo, le hacía sentir que tenía un superpoder para ponerse a hablar y solucionar los problemas del mundo”. En el documental Belushi (disponible en Movistar+), aparecen cartas que el cómico le escribía a su mujer prometiéndole que dejaría de drogarse después del siguiente rodaje.
Como una moto disecciona una comunidad eufórica y sin alma, la del Hollywood de los setenta, que se encogía de hombros ante la evidente espiral de autodestrucción que estaba hundiendo a Belushi. El actor llegó a gastarse 2.500 euros a la semana en cocaína. Cuanto más dinero ganaba, más esnifaba. Y si no, se la regalaban.
“Íbamos caminando por la calle y la gente se le acercaba a darle drogas. Él se las metía todas”, contaba la directora Penny Marshall. “Belushi asociaba la droga a su creatividad, sentía que afinaba su capacidad de observación”, señala Toni García Ramón. “Pero además, su consumo era más voraz de lo normal. Él llevaba toda su vida al exceso, era incapaz de contenerse. Era un tío corriendo por un campo de minas. Una bola de fuego cayendo ladera abajo. Los demás solo podían apartarse”.
Algunas de las anécdotas que relata Woodward en su biografía son tan tristes como aterradoras. Una noche se presentó en tan mal estado en el estudio de Saturday Night Live que su productor, Lorne Michaels, llamó a un médico. Este les informó de que, si actuaba aquella noche, podría morir. “¿Qué probabilidades hay?”, preguntó Michaels. Un 50%. “Puedo vivir con ese riesgo”. Otro médico, en el set de rodaje de Granujas a todo ritmo, concluyó que tenían que sacarle de la droga inmediatamente. “Si no, sacad todas las películas que podáis de él, porque le quedan dos o tres años de vida”. La noche en que el director John Landis se lo encontró semiinconsciente, empapado en orina y tumbado junto a una montaña de cocaína, le gritó: “¡John, te estás matando a ti mismo. Esto es económicamente inviable. No puedes hacerle esto a mi película!”. Su esposa, Judy, escribió a su camello: “Comprendo que es tu trabajo, pero por favor no le des cocaína”.
Como le habían echado de todos los bares de Nueva York, Belushi abrió un club privado en un edificio abandonado de la calle Hudson. Entre sus parroquianos estaban David Bowie, Keith Richards o los ZZ Top. “Era minúsculo, apestaba y sus baños eran aterradores... Se convirtió en la fiesta de moda de Nueva York” recuerda Mitch Glazer en el documental.
Belushi pasó la primera semana de marzo de 1982 en el bungaló 3 del Chateau Marmont tratando de reescribir el guion de Noble Rot, una comedia romántica con la que pretendía madurar como actor. Paramount le propuso en su lugar rodar The Joy of Sex, una comedia en la que Belushi tenía que aparecer en pañales. Los fracasos de 1941, Continental Divide (1981) y Mis locos vecinos (1981) le hacía sentir como un paria de Hollywood. Y Belushi, por muy antisistema que fuese, llevaba recortes de sus críticas más positivas en el bolsillo de la chaqueta.
“Hollywood está lleno de gente que te da cocaína gratis y luego te dice que tomas demasiada cocaína”, indica García Ramón. “Belushi era un tío hipersensible y cuando alguien tiene una sensibilidad tan cruda debe de ser una hostia muy dura que te rechacen en un proyecto tan anhelado. Belushi tapaba muchas cosas con la droga. Cada vez necesitaba más para tapar”.
El bungaló número 3 se volvió una fiesta de 24 horas. Para poder dormir, Belushi tuvo que alquilar una habitación en un motel cercano. La noche del 5 de marzo Robin Williams pasó a saludar y Robert De Niro se tomó un par de copas, pero se marchó enseguida porque no estaba a gusto en aquel espacio (atestado de botellas, ceniceros desbordados y restos de comida: Belushi podía comer tres menús de una sentada) y porque no le cayó bien la, según describió él, “mujer chabacana” que acompañaba a Belushi.
Esa mujer era Kathy Smith, que había vivido un par de años en la mansión de los Rolling Stones y ahora se dedicaba a hacer recados para estrellas del rock. Smith se había instalado con Belushi en el Chateau Marmont con el cometido de inyectarle speedballs (mezcla de cocaína y heroína) porque él era aprensivo a las jeringuillas. Al amanecer, Smith le llevó un vaso de agua a la cama y él le dijo que estaba bien y le pidió que no le dejara solo. Pero ella salió a hacer unos recados. Cuando regresó, el Chateau estaba rodeado de policías, periodistas y curiosos: al mediodía el entrenador David Wallace, que estaba ayudando a Belushi a perder peso, había entrado en el bungaló y lo había encontrado muerto sobre su cama, desnudo y en posición fetal. Tenía 33 años.
Aquella mañana Hollywood se despertó de una fiesta que parecía que nunca iba a terminar y que dejó de ser divertida de golpe. “Antes de aquel día”, resumía Al Franken, “nadie pensaba que te pudieras morir por eso”. Y John Belushi se convirtió en una fábula, con moraleja incluida, sobre la corrupción moral de Hollywood y el sufrimiento de las estrellas. El libro de Bob Woodward inscribió definitivamente el mito en el folclore de la ciudad. “Nos hizo reír”, concluía el periodista. “Ahora puede hacernos pensar”.
Las fotos de su funeral retrataron a toda una generación de estrellas de la comedia en estado de shock. Kathy Smith concedió una entrevista al tabloide sensacionalista National Enquirer cuyo titular, “Yo maté a John Belushi”, provocó la reapertura de la investigación. Fue condenada a 15 meses de prisión por homicidio involuntario. Smith murió en 2020 a los 73 años. The New York Times le dedicó un obituario en el que la describía como “una de las notas al pie más notorias de la cultura pop”.
El Chateau Marmont, que siempre había sido un refugio discreto para las estrellas, pasó a la posteridad de la crónica negra de Hollywood. Con el paso de los años, los autobuses de turistas lo incluyeron entre sus paradas obligatorias. El bungaló 3 se convirtió en un lugar de culto y peregrinaje: el artista neoyorquino Basquiat se alojaba siempre en él durante sus visitas a Los Ángeles. (En 1998, Basquiat falleció de una sobredosis de heroína). A finales de los ochenta, el escritor Jay McInerney viajó a Hollywood para escribir la adaptación de su novela Luces de neón, que iban a protagonizar Michael J. Fox y Kiefer Sutherland. Al bajar del taxi, el productor le informó de que le habían reservado una habitación en el Chateau Marmont. “¿Está bien ese alojamiento?”, preguntó el novelista. “¿Que si está bien?”, replicó el productor, “¡Aquí murió John Belushi!”.
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