Amores de cómic
No todos podemos ser Superman: otros nos vimos más reflejados en superhéroes más atormentados, frágiles e imperfectos
Vi el otro día, con un poco de retraso (¡es de 2003!), Daredevil, la película sobre el superhéroe ciego de Marvel, un tipo al que conocí a finales de los años sesenta al leer sus aventuras, publicadas aquí en aquellos tiempos por Ediciones Vértice. Entonces se llamaba castizamente Dan Defensor. Nunca fue una estrella: carecía de grandes poderes más allá de compensar su minusvalía con un efecto radar que le permitía hasta cierto punto ver (y pelear), y medraba no en Gotham ni en Metrópolis sino en el entonces –luego visité allí en un pisazo a Mijail Barishnikov– deprimido barrio neoyorquino de Hell’s Kitchen, donde por cierto nació Sylvester Stallone, que ya es vecino.
El (no tan) superhéroe vestía con muy poco estilo (también es verdad que era ciego): primero con unas mallas de cuerpo entero amarillas con body negro que le daban un aire de taxi barcelonés y luego, cuando le afinaron el vestuario, un conjunto rojo, soso (un superhéroe nunca ha de vestir de un solo color), que le asemejaba al demonio de la Pasión de Esparraguera, más aún porque en lo alto de la máscara lucía cuernecillos. Como complemento cargaba un bastón de invidente, un arma poco vistosa comparada con el martillo de Thor, el escudo del Capitán América o el Batmóvil. Sin embargo, a mí me gustaba mucho, quizá porque me he identificado siempre con los superhéroes de segunda o tercera línea. Esos que ahora saca a granel la industria cinematográfica para los filmes como si rascara en el fondo de los cajones de Marvel y DC Comics: Hawkeye –Ojo de Halcón–, Black Panther –T’Challa el negro (sic)–, Dr. Strange, Aquaman o El avispón verde. En fin, no todos podemos ser Superman, Batman o parte de la Patrulla X.
Vi Daredevil, decía, y me emocioné hasta las lágrimas, para sorpresa e inquietud de mi gato, al que estreché con fuerza, al presenciar los amores contritos del protagonista, encarnado por Ben Affleck (que es un tío que siempre me ha echado para atrás, excepto en Argo; él a cambio considera Daredevil su peor película), y la superheroína Elektra (Jennifer Garner, una actriz tejana que me devuelve a sentimientos romántico-delicuescentes que creía perdidos con los discos de Lucio Battisti). Affleck y Garner, que coincidieron en Pearl Harbour, gran lugar para enamorarse, y además se casaron (luego se divorciaron), viven como Daredevil y Elektra una pasión contagiosa hecha de caricias, besos, malentendidos y llaves de jiu jitsu (ambos han estudiado con el mismo maestro, el sensei ciego Stick). Elektra, heroína o villana según la entrega de cómic, viste como sueñas que lo hiciera tu pareja pero nunca te atreverías a pedírselo y carga como armamento de serie, además de todo lo puesto, dos sais de Okinawa, esos cuchillos que parecen trinchadores de pollo a l’ast y que usan para combatir las chicas de La Momia 2 además de la Tortuga Ninja Rafael. Garner por cierto es una consumada bailarina y luchadora de artes marciales que se dobla a sí misma, y me quedo con la frase.
El idilio de Daredevil y Elektra, su amor de universidad y luego asesina de alquiler -siempre te sorprende saber qué ha sido de las personas que amaste-, me ha llevado a reflexionar sobre la influencia que tienen en nosotros las relaciones sentimentales de los personajes de cómics. En la mayoría de los casos son desgraciadas y les hacen muy desdichados. Ahí están Batman y Rachel Dawes, Thor y Jane Foster, Iron Man y Virginia Pepper Potts, Spider-Man y Gwen Stacy, Lobezno y Jean Grey, o La Cosa y la Chica Invisible (soy incapaz de inventarme una pareja así, y menos aún de imaginar cómo se lo hacen). Mi teoría es que los superhéroes son desgraciados porque los adolescentes, su público principal, lo son, aunque según eso el Capitán América debería tener granos y los Vengadores estar enganchados de la Play Station. Yo les he robado a Daredevil y a Elektra un poquito de su historia de amor: voyeur de superhéroes, a lo que hemos llegado.
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