2021 y el futuro del cine
Los nuevos modelos, con compañías apostando por estrenar sus películas en sus propias plataformas, auguran consecuencias difíciles de calcular
2021 será un año decisivo en la exhibición cinematográfica. La batalla entre la cómoda inmediatez del sofá de casa y el romanticismo del patio de butacas definirá el futuro del cine, esa vertiente del audiovisual cuya razón de ser última es la de un acto social frente a una gran pantalla. Los nuevos modelos, con compañías apostando por estrenar sus películas en sus propias plataformas, auguran consecuencias difíciles de calcular. Las materiales, un desastre; las inasibles, también. Y me refiero a los espectadores, afectados hoy por una bulimia audiovisual que mermará su capacidad de percepción, ensoñación y disfrute.
Hace poco escribí un texto para la Filmoteca Española en el que, pese a confesar mis propios vicios en el nuevo consumo de películas y consciente del duro panorama que se avecina para las salas, aposté por cierta luz al final del túnel. Fijándome en el ejemplo de Berlín, donde existe un culto casi fetichista por los viejos teatros de cine, pensé en cómo hace una década solo compraban vinilos cuatro gatos obsesionados con la liturgia y ahora la venta de discos analógicos ha superado en Estados Unidos a la de CD’s gracias a un mercado donde los grandes sellos han seguido a los independientes. Pero lo mercantil lo invade todo y gigantes como Warner, Disney o Universal experimentan con lo que en la jerga llaman “ventanas”, asegurando lo que nadie se cree, que se trata de medidas excepcionales debidas a la coyuntura pandémica: es difícil fiarse de una tropa de ejecutivos que poco tienen que ver con el mito del productor-visionario.
Crecí escuchando mil historias sobre los cines de Madrid. Me provocaba especial nostalgia la leyenda que acompañaba al director Antonio Drove y su memoria sobre las salas desaparecidas en Argüelles. Yo conocía bien los cines del barrio Salamanca, Gran Vía y Chamberí. De niña iba cada fin de semana a las sesiones dobles donde descubrí a Tarzán y a los Hermanos Marx. Tengo un recuerdo nítido de la primera vez que vi El mago de Oz, estaba tan excitada que me negué a sentarme y vi casi toda la película de pie en la butaca; grité “¡Asesinos!” a la pantalla del cine Fuencarral cuando abatían al King Kong de las Torres Gemelas y, ya siendo adolescente, recuerdo salir conmocionada después de ver Desaparecido, de Costa Gavras. Cualquiera de estas películas me hizo vivir una realidad paralela durante días e incluso semanas, en el caso de la película de Gavras fue tan así que mi futuro acabó afectivamente unido a Chile. Una de mis mejores amigas suele bromear con el daño que nos ha hecho la Nouvelle Vague, que es una manera de bromear con el daño que nos ha hecho la fantasía del arte del cine.
Mientras escribo, tengo ante mí la fotografía Cine Lumiere, de Jordi Socías. No muy lejos, una copia de un Kindel del interior del Barceló. También un cartel de Rumble Fish que compré en los Alphaville, que junto a los Renoir y la Filmoteca cubrieron en parte el hueco de todas las salas que vi apagarse. Cuando la Gran Vía se convirtió en el centro comercial deprimente y hortera que es ahora soñamos con abrir nuestro propio cine. Como en tantas cosas no llegamos a tiempo, y 2021 será un año decisivo para lamentarlo.
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