El mundo de ayer (o la verdadera diferencia entre el siglo XX y el XXI)
Este relato sobre la vida de un autómata que hace lo que alguien le dicta, o sea, exactamente lo mismo que todos los demás, tal vez habla en parte de usted mismo
Cogíamos aviones que hacían trayectos de larga distancia y dormíamos en ellos. Cuando despertábamos, estábamos en la otra punta del planeta. El billete para el fin del mundo era más barato que el taxi al aeropuerto. Pasábamos una semana entera en un país remoto sin interesarnos por él. Tomábamos el sol en una playa, comíamos y cenábamos en el restaurante del hotel. Era mejor si el hotel tenía más de un restaurante. Nos tumbábamos al sol para coger un cáncer de piel. Nos quedábamos dormidos leyendo revistas de moda. Cuando nos despertábamos, teníamos a Claudia Schiffer estampada en la mejilla.
Luego volvíamos a subir al mismo avión para pasarnos diez horas volando en la otra dirección. Vivíamos en pisos pequeños rodeados de millones de personas que llevaban prácticamente la misma vida que nosotros. Comprábamos nuestra comida en supermercados. Los carteles que veíamos por las calles y los anuncios de televisión nos permitían saber por qué alimentos debíamos decidirnos. Era muy frecuente que junto al producto hubiese una fotografía de una chica desnuda. La foto se había hecho en la misma playa del fin del mundo a la que habíamos viajado; ya teníamos ganas de volver.
Cogíamos un tren subterráneo llamado metro para ir a trabajar en oficinas diáfanas, amontonadas en edificios de oficinas hechos de acero y hormigón armado. Comíamos con los compañeros aprovechando para criticar a nuestro jefe. Por la noche, acudíamos a restaurantes en compañía de otras parejas para hablar mal de las parejas que no estaban presentes. Los fines de semana íbamos de compras, es decir, comprábamos la misma ropa que los demás esperando que no fuera la misma. En ocasiones especiales, hacíamos cola para ir al cine y ver imágenes de gente corriendo, besándose, muriendo. O íbamos al teatro a escuchar a actores que escupían textos rebeldes, se peleaban en un salón y desafiaban al sistema capitalista.
Después, íbamos a las discotecas a esnifar polvo blanco en los baños a escondidas, entre un trago de vodka y el siguiente. A veces volvíamos a casa con una mujer. Introducíamos en su interior nuestro sexo endurecido, previamente cubierto con una funda de látex y líquido lubricante; se suponía que esta actividad era el culmen de nuestra existencia. Nos esforzábamos por parecernos a James Bond, pero a quien imitábamos en realidad era a nuestro padre. Después, nos dormíamos esperando que la mujer se fuera durante la noche.
Al día siguiente, la mujer iba a contarle su infancia entre lágrimas a un psicoanalista al que pagaba cien euros. No sabíamos por qué hacíamos todo eso, pero era la vida normal en el siglo XX. Para evadirnos de nuestra prisión, rodábamos en coches de gasolina hacia el sur, al mar, a España. A veces había tantos coches rodeándonos que no podíamos avanzar, así que tocábamos el claxon y salíamos del auto para pelearnos con otros conductores. Nos liábamos a puñetazos antes de reconciliarnos bebiendo vino tinto. La diferencia entre el siglo XX y el XXI es que por entonces intentábamos reducir las distancias que nos separaban de los demás.
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